[Continuación de "pipas electrónicas"]
Durante la cena, tuve la sensación de estar volando. Conversamos, reímos,
lloramos, nos acariciamos y, por su puesto, nos besamos. A pesar de besarnos
con una efusividad ígnea, sentíamos que había tantas cosas pendientes de las
que hablar -toda una vida de la que ponernos al día, de hecho-, que las
palabras conseguían brotar de nuestros besos, colándose entre esa cremallera de
carne que formaban nuestros labios unidos. Soy incapaz de ponderar el tiempo
consumido allí arriba en el cielo del Ritz, pero nos bastó una cena para pasear
por cada vericueto de nuestros respectivos pasados. Jamás he sentido un
ensanchamiento tan grande del tiempo como el de esa noche. Adquirí conocimiento
de sus seres queridos -de los fallecidos y de los todavía vivos-, de sus tristezas,
de sus aficiones y, por supuesto, de sus frustraciones. Atesoro esos minutos en
el lugar más sagrado de mi memoria y de mi corazón.
Nos despertó de ese estado de ensoñación romántica el señor plúmbeo sentado
a mi lado. Míster plumbito, le llamaba mi nueva amiga, con una sonrisa pilla y
sendos hoyuelitos hundiendo sus mejillas de muñeca de porcelana. “Pero habrase
visto mayor falta de pudor y de escrúpulos que la suya”, espetó en un tono
agrio, “una cosa es que me niegue la palabra en este encuentro y otra muy distinta
que se pase todo el rato martilleándome con palabras cursis y besos
estruendosos. Y ya lo último, está usted tan enfrascado en todo lo que
concierne a esta fresca que ni se ha percatado de que lleva veinte minutos
dándome empujoncitos al son de sus caricias”.
Evidentemente, perdí las formas. ¿Fresca, dice? Le propiné tal puñetazo que
sus gafas saltaron por los aires y cayeron en el suelo. Agarré de la mano a mi
querida y, al levantarme, pisé con rabia las gafas del mequetrefe aquel, que
empezó a dar voces y a increparme. Los seguratas se acercaron a nuestra zona,
pero nos dio tiempo a escaparnos corriendo, expulsando alaridos en los que se entremezclaban
la risa y el flato.
Seguimos corriendo dirección Neptuno. Cuando pasamos al lado del Prado, me asaltó
una imagen que el señor plumbito seguro habría juzgado como cursi: la estatua
de Velázquez que custodia el museo inmortalizaba en un cuadro la instantánea de
esos dos jóvenes que éramos nosotros corriendo asidos de la mano y derramando
en nuestros rostros lágrimas de alegría y de emoción. Dos jóvenes con la melena
al viento y todo un horizonte de felicidad desplegado ante ellos. Cuando estábamos
ya a la altura de Neptuno, me di cuenta de que el cordón de mi zapato derecho
se había alzado en rebeldía e iba bailando al ritmo de nuestras zancadas. Solté
la mano de mi amiga un segundo, me paré, me agaché y me concentré en atarme ese
cordón díscolo. Era presa en ese instante de tantas emociones que la mano me
temblaba y no lograba atinar con el nudo. Me demoré más de lo esperado en ese
acto rutinario que tantas veces había ejecutado de manera mecánica. Cuando
levanté la cabeza, vi a mi amiga, a mi nueva querida, varios metros alejada de
mí. Estaba con el brazo en alto, en uno de los pasos de cebra del Paseo del Prado,
esperando un taxi. Me miró con una tristeza en los ojos que no podía contrastar
más con la jovialidad en las que nos habíamos envuelto los dos durante nuestra cita
sobrevenida. Su mirada triste heló mi corazón. A pesar de la distancia, pude
apreciar cómo esos labios finos, de los que tantas palabras cálidas habían
emanado en las horas anteriores, lograban musitar unas últimas palabras, esta
vez más frías, aunque todavía impregnadas de cierto afecto: “Lo siento mucho,
pero me tengo que ir”. Se subió en el taxi y desapareció de mi campo de visión.
Me quedé petrificado en la postura ridícula en que me hallaba en ese momento:
con la rodilla izquierda apoyada en el suelo, la cabeza ligeramente levantada y
con las dos manos sujetando ya sin ninguna fuerza el cordón díscolo de mi
zapato derecho.
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