-Pero, Dolores, ¿a santo de qué tienes el brasero encendido? Yo, de verdad,
que cada día te entiendo menos. Vas un paso para adelante y tres para atrás. Un
día te da por bailar reggaetón y otro por apoltronarte en la mesa camilla de
mamá, tapándote, para colmo, con el mantelito como si fuera una manta, igual
que hacían mamá y la abuela Furgencia. No tienes solución.
-Pero ¿y a ti qué más te da lo que yo haga? Ma’ que te gusta meter la nariz
donde no te llaman, Jacinta. Es que eres chafardera como tú sola, hija.
Enciendo el brasero y me tapo con el mantel porque tengo frío. En Madrid hace
frío en invierno, creo que lo sabes más que de sobra.
-Sí, mujer, si eso lo sé, pero de ahí a que montes la parafernalia esta...
Te falta el ganchillo para rematar tu empaque de vieja, bueno y el batín
aterciopelado ese que tienes ahí detrás de la puerta. Te lo tengo dicho: no te empeñes
tanto en añadirte años que bastante encabronada está la vida como para que te
alíes con ella en su tarea de desvencijarnos.
-Jacinta, caray, qué cansina eres. Que yo no pretendo nada de eso. No sé ya
qué me resulta más ofensivo, si el que me veas tan vieja o el que asumas que
los únicos aires que me doy en la vida son de abuela. Que aún me queda algo de
orgullo para cultivar ambiciones más nobles, hermana. ¿Por quién me tomas?
-Ay, yo qué sé, es que me preocupo, Dolores, me preocupo. Me da miedo que
acabes como mamá, pensando que la única manera de vencer al paso del tiempo es
anticipándote a él, echándote años encima sin que nadie te lo pida. Aún no
supero lo desvalida que quedó mamá sus últimos años de vida, vencida
completamente, sin ningún afán de batallar contras las canas, las arrugas y los
achaques de su cuerpo. Fue un muerto en vida durante demasiado tiempo.
-Ale, te has quedado a gusto, ¿eh? Mamá fue siempre una mujer con tendencia
a la depresión, pero tú no te diste cuenta -o no te quisiste dar cuenta- hasta
el final de su vida, cuando el arrastre de sus pies al andar te llamó la
atención sobre el arrastre de su alma. Pero, ya te digo, su alma fue siempre un
alma triste y quebrada. Papá lo decía a menudo, pero tampoco lo escuchabas,
mamá sonaba la mayoría de los días como un acordeón oxidado que era incapaz de moverse
hacia delante. A veces creo que parte de esa jovialidad tuya que tanto me
restriegas, si no es que me intentas imponer, deriva precisamente de tu
inconciencia de la tristeza que reinó siempre en nuestra casa o, en caso de que
fueras consciente, de tu inmensa habilidad para evadirte de ella con tus
bromas, tus teatros y tus historias de siempre. Tus mamarrachadas, como las
llamaba papá.
-Y a ti, ¿de qué te sirvió empaparte del ambiente tétrico de la casa? Dime,
¿qué ganaste? ¿Qué has sacado en limpio de todo aquello? ¿En qué ayudaba a mamá
apilar más dosis de tristeza en torno a ella?
-Joe, Jacinta, es que al final volvemos a lo de siempre. No hay manera de
hablar de mamá sin que nos salgan las recriminaciones. Perdona si yo he sido
agresiva con mi comentario, pero lo único que quería decir es que me da pena que
guardes un recuerdo tan negro de los últimos años de vida de mamá. Aunque quizá
tengas razón y más vale que ese recuerdo negativo se ciña sólo a ese período y
que no se extienda, como en mi caso, a su vida entera. Pero es que, no sé, me
parece algo injusto pensar que mamá se rindió o que se echó a perder en sus
últimos años. Mamá, por desgracia, vivió siempre subyugada a las zozobras de su
alma. Negar eso yo creo que supone no empatizar con la persona que fue y
pedirle a los recuerdos que tapen las grietas de nuestro pasado.
-Jajaja, qué poética te pones, Dolores, si es que tu mismo nombre invita a
la inspiración poética, pero tienes razón, debemos evitar discutir por esto,
aunque no estemos de acuerdo, debemos aprender a hablar del pasado sin querer
imponer nuestro pasado a la otra. No sé, yo sigo recordando muchos momentos de
felicidad de mamá en los que el brillo de sus ojos verdes lograba producir una
paz en mi interior que no sé describir. Mamá era de espíritu alegre y aventurero,
sólo así se explican las historias que creaba y que nos contaba con tanto
entusiasmo, dando por hecho que nos las creíamos. Algo se le torció al final de
su vida. Yo creo que lo que le dolía no eran tanto sus dolores, como el saber
que ya no iba a estar ahí para ofrecernos refugio y ayuda. A mí es lo único que
logra ponerme triste, pensar que un día Raimunda va a enfrentarse a los azotes
de la vida y yo no voy a estar ahí para suavizarlos y resguardarla bajo mis
brazos. Creo que más duro que perder a una madre es dejar de serlo una.
Convertir a tu hija en huérfana, si es que hasta la palabra suena ya triste con
esa hache sorda inicial que convoca el luto cuando la sorteas. Lo que nunca
comprenderé es que se prive de esa palabra a aquellos que pierden a sus padres
cuando ya son adultos, dando a entender que la orfandad sólo puede darse cuando
uno es un niño, un adolescente o un joven muy joven, como si el dolor de perder
a un padre o a una madre prescribiera con el paso de los años. ¡Pero si la
lógica debería ser, en todo caso, la contraria! Se hace mucho más difícil
recomponerse de la desaparición de alguien con quien has estado viviendo
muchísimos años, alguien a quien has tenido tiempo de sobra para conocer todos
los aspectos de su persona. Dolores, nosotras perdimos a mamá y a papá cuando
teníamos sesenta años. ¡Nosotras también somos huérfanas! Somos huérfanas,
Dolores, aunque nadie nos lo considere. Y Raimunda, por desgracia, y muy a mi
pesar, también lo será un día.
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