Su brazo levantado para parar el taxi significó el punto final de una noche
que todavía reverbera en mi memoria. He regresado a cada palabra de las que
compartimos en esa velada de minutos cortos y sueños largos con la esperanza de
dar con la pista que pueda llevarme de nuevo a ella. Treinta y cinco años
vagando en vano por unos recuerdos que se tornan más resbaladizos y nebulosos con
cada día que se nos arranca de este maldito mundo.
Ustedes, que bien deben de ser conocedores de mi reputación como hombre de
letras, seguro que ignoran el hecho más importante de mi carrera literaria: el
único libro que he escrito, que cosechó éxito en crítica y público, y que ha
pegado en mi solapa la indeleble etiqueta de escritor de un solo libro que pierde
de súbito la inspiración, no es, en realidad, un libro, sino una llamada de auxilio.
Fue una señal de humo encendida con todos los sueños quemados aquella noche en
el Ritz.
Imagino que deben de pensar que desvarío y que esta digresión no va a
llegar a ningún puerto, pero no pierdan la paciencia. Fíense de mis dotes como
narrador.
De entre los recuerdos de aquella noche que tanto ha manoseado mi memoria,
hay uno al que me he aferrado especialmente. La mujer de cara redonda y ojos centelleantes
me contó, entre muchas otras cosas, que llevaba meses devastada por la muerte
de su padre, “la persona más importante de mi vida”, recuerdo nítidamente que
me dijo enjugándose las lágrimas con una de las servilletas del Ritz surcada de
migas de pan. Su padre había sido campanero, lo que significaba que se había pasado la vida afinando el sonido que despiden las campanas de las iglesias de Madrid, asegurándose de
que llegara a los oídos de los vecinos en forma de música celestial y no como un ruido desagradable que perfora los tímpanos e interrumpe el
sosiego. Desde el fallecimiento de su padre, la mujer de cara redonda y ojos centelleantes
había dedicado su vida a perseguir el sonido de las campanas de las
iglesias para las que había trabajado su padre. Los tañidos de las campanas reparadas
por su padre eran lo único que lograba acunar su tristeza por el día y mecer sus
sueños por la noche.
Aquella noche que cada día dudo más de que se produjera de verdad, mi amada
fue capaz de enumerar de carrerilla las más de cien iglesias cuyas campanas
habían sido limadas por las suaves manos de su padre. Como podrán figurarse, mi
cabeza fue incapaz de retener con precisión la copiosa cantidad de nombres que
salieron disparados de su boca a una velocidad vertiginosa. El mapa que despliego
en mi mesa de aquí, del Bar-Mesón, es un mapa que contiene todas las iglesias
de Madrid. He dedicado los últimos treinta y cinco años de mi vida a rasgar
cada rincón de los aledaños de las iglesias de esta ciudad tras los pasos de la
que fue mi amada una noche. En este mapa voy anotando las veces que he hecho
guardia en cada una de ellas. Por ahora, como habrán anticipado, no ha habido
suerte. Pero no pienso desistir, se lo aseguro.
Mi único libro, el que despierta al mismo tiempo admiración y hostilidad,
el reflejo a la vez de mi lucidez y de mi escasa inspiración, mi bendición y también
mi condena, trata precisamente de una joven mujer que merodea por las calles de
Madrid en busca de aquellos tañidos de campana perfilados con mucho mimo por su padre y que
han devenido en la única ruta de regreso a él. Escribí este libro, mi primer y
último libro, con la esperanza de que un día la mujer de cara redonda y ojos
centelleantes se cruzara con él y borrara del mapa todas las iglesias de su padre
para situarme a mí en el centro de su mapa, como una catedral imponente a la que
no se le puede hacer sombra. “El arrullo de las campanas”, titulé el libro, mi
libro, mi bendición y también mi condena por partida doble.
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