Querido padre:
No quiero ser cruel. Te aseguro
que no hay ningún tipo de maldad oculta en las líneas que voy a intentar
escribir. Pero he sufrido mucho. Y necesito exteriorizar todo lo que llevo
guardando meses y meses en mi interior. Mi vida se ha convertido en un
auténtico calvario desde que, al inicio del año, los medios de comunicación más
importantes del país comenzaran a involucrarte en diferentes tramas de
corrupción. Semana tras semana, han sacado a la luz numerosas noticias sobre tu
relación con vergonzosas corruptelas. No puedes imaginarte cuánto ha cambiado
mi vida desde entonces. Más bien, cuán compleja ha devenido. Mi corazón se
acelera y se encoge al mismo tiempo cada mañana, cuando me toca pasar,
inevitablemente, por delante del quiosco contiguo a mi instituto. No soporto el
excesivo protagonismo que te confieren las portadas de los periódicos. Y,
aunque intento desviar mi mirada de dichas portadas, me resulta imposible no
reparar en los datos y la información que publican acerca de ti. Entre las
hazañas que te atribuyen, destacan: haber recibido, de forma gratuita, todo
tipo de prendas de vestir; haber participado en la compra de votos en
diferentes elecciones municipales; y, por último (la más épica), tener más de
treinta millones de euros en una cuenta en un banco de Suiza.
¿Qué puedo hacer papá? He creído
en tu inocencia desde el principio, ya que me has repetido hasta la saciedad
que no tienes nada que ver con esta retahíla de actos ilegales. Según tu
opinión, se trata de una estrategia con la que algunos medios pretenden
desestabilizar el partido en el que militas. No me extrañaría que la finalidad
de todo este revuelo fuera tan simple y nimia, pues no sería la primera vez que
sucede esto en el país. No obstante, conforme van consumiéndose los meses, las
diatribas contra ti no hacen sino aumentar. Lo peor, papá, es que la base en la
que se sustentan los argumentos de estas diatribas es bastante fehaciente. Pues
hasta tu propio partido se ha visto forzado a confirmar parte de las “machadas”
fiscales que pareces haber protagonizado. De esta forma, los datos publicados
en los medios sobre ti, han sido dotados, finalmente, de total veracidad.
A pesar de todos estos
acontecimientos, que conducen, como mínimo, al escepticismo, sigues insistiéndome
en que crea en tu inocencia. Me juras y perjuras que jamás podrías ser lo
suficientemente sinvergüenza como para realizar tales desfachateces. ¡Qué gran
dilema el mío! ¿Qué hacer, creer a toda una sociedad o fiarse de las sinceras
palabras de mi padre, la persona que me ha educado y me ha enseñado todo lo que
soy?
Con el fin de esclarecer este
dilema, me afano en conocer la verdad, en emprender un viaje que me lleve a su
encuentro. Sin embargo, este viaje está resultándome bastante fatigoso y
pesado. La verdad se está haciendo de rogar (es bastante coqueta ella) y se
resiste a ser conocida. Mientras se dilata la incertidumbre, dedico mi tiempo a
plantearme nuevas cuestiones: ¿de verdad quiero saber la verdad? Mi instinto me
induce a ello, pero, ¿quiere mi parte racional obtener tal conocimiento? No sé
por qué narices me empecino en llevar a cabo esta insondable búsqueda. Además,
no estoy seguro de los beneficios que extraería yo de este conocimiento. Ya
que, en caso de corroborar tu culpabilidad, ¿cómo reaccionaría? ¿Qué reacción
considerarías normal? Porque, vaya, creo que la vida no nos tiene acostumbrados
a decepciones de tan alta magnitud. Así que no comprendo por qué razón el ser
humano se empeña en buscar la verdad en ocasiones en las que únicamente puede
acarrear desgracias. Quizás, esta necesidad se deba a que el conocimiento de la
verdad nos proporciona seguridad. Y, en esta vida,
para avanzar, es fundamental dar
pasos cargados de firmeza y seguridad. Aunque no sé. Conozco a multitud de
ignorantes que, aunque se muestren negligentes frente a preocupaciones de este
tipo, viven la mar de felices, sin la necesidad de avanzar. ¿Y cuál es nuestro
principal objetivo en la vida sino el de alcanzar la felicidad? Tampoco me
llega a convencer. Puesto que, si todos fuéramos ignorantes voluntarios,
ávidos, únicamente, de nuestra propia felicidad, el mundo se movería de forma
caótica y la generalización de la ignorancia impediría el progreso. Por tanto,
creo que prefiero decantarme por convivir con la crudeza de la verdad (o de la
realidad, lo mismo da), por muchos problemas que pueda depararme.
El otro día, me conmovió (y de
qué manera) una imagen en la televisión. Lance Amstrong, que era flamante
vencedor de siete Tours, reconoció
haber logrado estos campeonatos gracias a diferentes sustancias ilegales que se
inoculaba. Afirmó que se había dopado. Como consecuencia, ha sido despojado de
los siete Tours que “ganó” (me da
vergüenza utilizar este término si no lo remarco entre comillas). Esta
declaración ha tenido lugar ocho años después de que ganara su último
campeonato. Lo que significa que se ha pasado los mismos años defendiendo con
toda energía y convicción su falsa inocencia. ¿Cómo se puede ser tan caradura?
¿Cómo puedo estar yo seguro de que tú no estás siguiendo los pasos de Amstrong?
El momento más estremecedor de la declaración de Amstrong fue cuando el
exciclista contó, con una voz temblorosa, cuán duro fue instar a su hijo a que
dejara de defenderle. Hacerle ver que aquellos que atacaban a su padre, lo hacían
con razón. Automáticamente, lo extrapolo a mi situación. En realidad, no sé qué
prefiero ser: si el hijo engañado, pero que tiene plena confianza en su padre;
o el hijo que ha descubierto la verdad, y cuya concepción acerca de su
progenitor jamás volverá a ser la misma. Ser ignorante o conocedor de la cruda
realidad, esa es la cuestión. Lo que está claro es que ser tramposo o corrupto
(valga la redundancia) implica mentir incluso a tus más allegados. Debe de ser,
por tanto, de suma y vital importancia el fin de todos estos actos ilegales
que, de ser descubiertos, te destrozan por completo tu vida y gran parte de tus
relaciones personales. Sin embargo, por más que lo intente, me cuesta elucubrar
sobre cualquier tipo de cosa en esta vida cuya obtención justifique un esfuerzo
que puede acarrear consecuencias tan perniciosas.
A medida que voy avanzando en mi
escrito, me invaden el escepticismo y la desconfianza. Ahora, en este instante,
no te creo. No creo en tu inocencia. Quizás, dentro de unos minutos, vuelva a
cambiar de idea. Pero la cuestión es que, en este momento, considero que has
participado en la monotemática trama de corrupción. Hay demasiadas cosas que no
casan. En primer lugar, no entiendo por qué razón voy a rechazar la información
que transmiten diversos periódicos, dado que se trata de una información
objetiva y constatada. En segundo lugar, cuando analizo nuestras experiencias
vitales como familia, aparecen nuevos hechos que no soy capaz de entrelazar.
¿Cómo puede ser que hayamos gozado siempre de una vida tan lujosa? Mamá y tú
sois funcionarios, pues, aunque no suela denominarse así a los políticos, tu
sueldo también procede de las arcas públicas. Vuestros salarios, aunque buenos,
no eran ni mucho menos estratosféricos. Tampoco los abuelos dejaron una gran
herencia. Por tanto, es incomprensible cómo hemos dispuesto, desde que tengo
memoria, de todo tipo de lujos: un mercedes,
alojamientos en hoteles de cinco estrellas, chófer, tres casas y, por supuesto,
el súper yate.
Cuando pienso en el verano, me
viene a la cabeza, automáticamente, la imagen del yate. Rememoro las
incontables anécdotas que hemos vivido en la costa levantina, más
concretamente, en Altea, donde hemos veraneado desde que nací. Es una lástima
que a mamá le maree ir en barco, cuántas aventuras se ha perdido… Cada mañana,
cuando estoy de camino al instituto, me imagino que es verano. Zarpamos de
Altea, en el yate, con dirección desconocida para mí, pues eres tú, el capitán
del barco, quien escoges un destino nuevo con el que aderezar de entusiasmo y
emoción nuestras travesías por el Mediterráneo. Desde el instante en que
embarcamos, nuestro pequeño navío y yo pasamos a depender totalmente de ti,
capitán. Eres tú quien nos conduce por el mar. ¡Y con qué gran destreza lo
haces! El tamaño de las olas queda reducido por tu gran arte a la hora de
manejar el timón. Inspiras tanta seguridad que, aunque viéndome solo, rodeado
por mar y sin poder vislumbrar nada más allá, ni un ápice de nerviosismo o
intranquilidad consiguen infundirme las interminables aguas del desconocido
lugar.
No te limitas a ejercer de
capitán cuando navegamos, sino que lo eres, junto a mamá, en todos los ámbitos
de mi vida. Vosotros dos sois las personas que me habéis guiado y conducido
siempre por el buen camino. En la infancia y en la adolescencia, la figura de
los padres es tan fundamental… Nos aferramos totalmente a vosotros. Sois
imprescindibles para nuestra supervivencia, tanto física como psicológica. Os
erigís en nuestra mayor referencia. Sin vosotros, nos sentimos desorientados.
Es evidente que es una época en la que nos asimos a figuras que tomamos como
ejemplo, por ello, es frecuente que abunden las idolatrías a cantantes,
futbolistas, actores, actrices… Necesitamos basarnos en diferentes ejemplos
para comenzar a forjarnos como personas. Emulamos los comportamientos de los
personajes que mejor representan los valores y gustos que desearíamos
engendrar.
¿Y por qué corromperse? Esta es
la cuestión que acapara mayor protagonismo entre mis reflexiones. Me esfuerzo
por comprender qué te pudo llevar a cometer tales atrocidades fiscales y, sobre
todo, morales. En primer lugar, ¿qué necesidad tenías de enriquecerte si con
vuestros salarios nos daba para llevar una vida suficientemente cómoda? Y, en
segundo lugar, ¿cómo se te puede ocurrir obtener el dinero de una forma tan
ilegítima?
A raíz de los sucesos que han ido
acaeciendo, mi vida ha dado un vuelco. Tu más que probable implicación en
aborrecibles tramas de corrupción ha cambiado mi forma de vivir hasta límites
inimaginables. He perdido toda la confianza en ti. Mi vida se ha desmoronado
por completo. La figura del capitán que me guiaba en mi aventura vital ha ido diluyéndose paulatinamente, hasta
quedarse en nada. Como consecuencia, he tenido que hacerme yo con el timón y
emprender, solo, mi propia travesía.
Creo que, por esta razón, soy más maduro que la gente normal de mi edad. Con
dieciséis años, me he visto forzado a desarrollar una autonomía prematura. Debo
hacer frente, sumido en la más grande de las soledades, a las gigantescas olas
con las que me ataca la vida. A veces logran tambalearme, sin embargo, voy
acostumbrándome a lidiar con ellas. Ahora dudo de todo. No sé qué soy, ni qué
he sido, ni qué seré. ¿Están también contaminados los principios y valores que
he aprendido de ti? ¿He sido, por lo tanto, un caradura a lo largo de mi vida?
¿Cómo puedo avanzar ahora? Y mi madre, ¿cómo no iba a conocer lo que te
llevabas entre manos? Ahora que me toca pensar por mí mismo, me doy cuenta de
lo agotador que es. Todo son dudas, cuestiones, pensamientos… Y, sin embargo,
¡cuánto cuesta obtener conclusiones claras! En este momento, que he
experimentado (con demasiada intensidad) lo que significa pensar de verdad,
entiendo, en parte, a las personas que abogan por llevar una vida feliz y
despreocupada. Aquellas personas que conciben la ignorancia como una evasión de
la dureza de la realidad. Sin embargo, aunque parezca extraño, me noto mucho
más realizado ahora que cuando otros pensabais por mí. Prefiero estar en contacto
con los problemas de la vida que evitarlos. Ya que, tarde o temprano, tendremos
que enfrentarnos, inexorablemente, a ellos. Además, le estoy cogiendo gustillo
a esto de pensar. Las dudas son un puro reflejo de la inestabilidad del mundo y
de nuestras experiencias en él. Nos recuerdan constantemente que somos nosotros
quienes manejamos el timón y que, por lo tanto, somos los responsables de
escribir nuestro presente y nuestro futuro; manteniéndonos, así, con los ojos
abiertos, con el fin de impedir que un despiste posibilite el ataque de nuevas
olas.
La vida es demasiado corta e
imprevisible como para supeditar la satisfacción y felicidad de nuestra
existencia a factores ajenos a nosotros, ante los cuales nada podemos hacer.
Por esta razón, no puedo permitir que tus fraudulentos actos acaben amargando
mi vida. No me lo merezco, pues yo no he sido partícipe de ellos. Sin embargo,
no es menos cierto que algunos factores, como el bienestar familiar, son
imprescindibles para poder gozar de una vida plenamente satisfactoria. Por
tanto, es normal que todo esto me afecte tanto. Por muy autónomo que sea, echo
en falta la estabilidad familiar, cuya ausencia ralentiza y dificulta los pasos
de mi vida. Así que debo intentar establecer un nuevo orden de prioridades y
objetivos vitales que me permita avanzar de una vez por todas, puesto que llevo
demasiado tiempo estancado. Este conjunto de decisiones quizá implique
separarme de ti durante un período de tiempo indefinido; o quién sabe, a lo
mejor logra que me retracte y que, por consiguiente, me decante por respaldarte
si observo que te arrepientes por completo de lo que has hecho. Aunque claro,
tampoco podemos concebir el arrepentimiento como redención de la culpabilidad. Así que
difícilmente puedes merecerte no ingresar en prisión.
Acabo ya mi escrito. Como podrás
apreciar, he desarrollado diferentes reflexiones durante estas cuatro horas que
llevo de forma consecutiva delante del papel. Sin embargo, en el transcurso de
este escrito apenas se han disipado las dudas que tengo acerca de ti, de mí, y
de nuestra relación padre-hijo. He logrado simplemente esclarecerlas, sin
conseguir ni mucho menos hacerlas desaparecer. Ahora mismo, en este momento de
mi vida, lo único que tengo claro es que cambiaría todo el dinero y todos los
lujos de los que hemos gozado, por tu dignidad como persona. Esto es todo.
César Fuster
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