Me ha visitado esta noche
pasada un fantasma que se ha quedado reposando en el interior de mi cabeza
durante una cantidad de tiempo que no puedo calcular con precisión, ya que
estaba dormido y, por tanto, también lo estaban mis facultades mentales, pero
que intuyo fue larga. Ha sido en uno de estos sueños cuyo caudal lleva tanta
agua que ni siquiera puede ser interrumpido por los distintos desvelos que uno
experimenta a lo largo de la noche -una puerta que se abre, una llamada a deshora
de tu vejiga, la alarma del despertador del vecino-.
En el sueño, el fantasma tenía
la cara, que no el cuerpo ni la edad, de mi tía bisabuela, Talula se llamaba.
Cuando remarco la edad me refiero a la edad que tenía al fallecer (frisaba los
noventa años). Talula aparecía en el sueño lozana, con una ligereza en los
movimientos y una energía envidiables. Aunque había algo raro relacionado con
su presencia, pues no actuaba como si fuera familiar mío ni me trataba como a
alguien a quien conociera (sí, tuve la suerte de conocer a una tía bisabuela).
Era otra persona, pero con su rostro.
Esta persona que era pero no
era mi tía bisabuela se había erigido en una especie de custodio de la casa de
Javier Marías después de que éste falleciera. El sueño discurría en su
totalidad en la casa del escritor. Me hace gracia que fuera así, ya que llevaba
años comiéndome el coco intentando adivinar en qué parte del Madrid de los
Austrias vivía JM, para luego descubrir, leyendo los obituarios que le han
dedicado estos días, que era de dominio público y que todo el mundo lo sabía:
en la Plaza de la Villa, una de mis plazas favoritas de Madrid. Al menos cuatro
personas han escrito en prensa que les gustaba pasear por la noche por esa zona
y vislumbrar la luz encendida en la biblioteca de JM (¡qué envidia!, ¡qué años
desperdiciados los míos en la capital!).
Había dos cosas que me
obsesionaban en el sueño. La primera era encontrar la máquina de escribir de
JM. La máquina que se menciona en cada artículo que se escribe sobre él para ilustrar
la diligencia y trabajo de orfebrería detrás de cada uno de sus libros, y con
que aparece acompañado en tantas de sus fotografías. Quería comprobar que
existía esa máquina que la muerte de su amo había convertido automáticamente en
una reliquia. En la primera visita no logré avistarla. La casa era tan enorme
que no era fácil encontrar nada allí. Tampoco me atreví a pedirle que me
condujera a ella a la persona que era pero no era mi tía bisabuela. No me
sentía licenciado para abusar de su generosidad. Seguramente porque era pero no
era mi tía bisabuela. En el sueño, hice acopio de valor y me colé en la casa al
poco tiempo de la primera visita. Mi curiosidad fue satisfecha al observar a lo
lejos de una habitación larguísima la cotizada máquina de escribir, envuelta en
un haz de luz, encima de una mesa de escritorio. La persona que era pero no era
mi tía bisabuela me sorprendió en la habitación en ese momento de
deslumbramiento, pero no me recriminó nada, todo lo contrario: me regaló una
sonrisa cálida. Seguramente porque no era pero era mi tía bisabuela.
La otra cosa que me
obsesionaba en el sueño era hallar el último manuscrito de JM, porque tenía que
existir un documento que capturara el último fogonazo de lucidez del genio. Rebuscaba
por lo cajones de la casa en busca de ese gran tesoro escondido. Después de
desordenar muchos cajones, di al final con el ansiado papel en el cajón de su
mesita de noche. Estaba escrito de puño y letra. Una letra temblorosa que,
obviamente, revelaba la fragilidad de quien estaba a punto de partir. La
sujetaba con nervios entre mis manos, bajo la fija mirada de la persona que era
pero no era mi tía bisabuela. Ahora, despierto, no recuerdo qué decía, pero sí
que en el sueño me quedaba absolutamente fascinado al leer ese texto inédito de
Marías que iba a ser, sin que él fuera consciente, la clausura, el punto final
de su obra literaria.
Evidentemente, fue mi yo
durmiente el que escribió esas últimas frases de Marías que asombraron a mi yo
despierto de dentro del sueño. Me encantaría poder saber qué hice escribir a
Marías a mano, ni siquiera a máquina, mientras agonizaba, en ese papel
manoseado escondido en el cajón de su mesita de noche, para que me impresionara
tanto, ya que mi yo despierto de fuera del sueño es totalmente incapaz de
escribir nada que pueda acercarse lo más mínimo al estilo irrepetible de
Marías.
Me hace gracia que, en el
sueño, el baño de la casa de Marías fuera igual de colorido que el de casa de
mi abuela de Santander, con el predominio del naranja y del verde. Me hace
gracia porque tampoco es que haya pisado muchas veces la casa de mi abuela de
Santander. Quizá la asociación viene de que mi tía bisabuela fue (y todavía es,
pues la afiliación sanguínea sobrevive a cualquier desaparición física) su tía
y de que, además, fue mi abuela la que cuidó de ella con mucho amor, tacto y
paciencia en sus últimas semanas de vida.
Ahora que lo pienso bien,
tiene sentido que el rostro de mi tía bisabuela apareciera tanto en el sueño
que tuve anoche, ya que ella se fotografió con JM a finales de 2017, en la
presentación de Berta Isla. Los sueños funcionan así, muchas veces
apegados extrañamente a la realidad, o a ráfagas de realidad, formando un
collage con los hechos del pasado que permanecen adormecidos en nuestra memoria
y que, de repente, un día, sin saberse muy bien por qué, se desperezan en
la oscuridad de la noche.
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