Sé que nada
de lo que escriba va a estar a la altura de lo que él merece. Ni tampoco de lo
que ha significado para mí. Javier Marías murió ayer y a muchos nos ha dejado
muy solos. Su muerte la sufro como se sufren la mayoría de las muertes, egoístamente,
pensando en todo de lo que me priva su ausencia, en los libros que esperaba que
siguiera escribiendo y que sabía a ciencia cierta que disfrutaría leyendo, pero
que ya no existirán, si acaso sólo en la imaginación de los lectores que nos
hemos quedado huérfanos de sus historias y que nos tendremos que conformar
ahora con fabularlas.
Siempre me
ha gustado referirme a Marías con un apelativo cariñoso para fingir que había
entre los dos una familiaridad que me habría gustado que existiese de verdad.
JM le llamaba últimamente. En otra época me dio por llamarle Tito Marías. Estos
apelativos me ayudaban a suplir la frustración de haber sido incapaz de
conocerle, así como a bajar un poco a la tierra a alguien a quien reverenciaba
desde muchos metros de distancia.
A JM le
estoy agradecido por haberme proporcionado incontables horas de placer con sus
libros, pero, sobre todo, le estoy agradecido por haber iluminado rincones de
mi corazón que yo sólo había logrado intuir, no siendo capaz de explorarlos en profundidad
hasta que me crucé con esas digresiones alargadas de sus libros que se enredan
como serpientes y que cuando abordan un tema lo hacen presa y lo someten sin
piedad a todo tipo de reflexiones, desde las más banales y anecdóticas a las
más complejas. Entrar en un libro suyo es siempre una experiencia extraña, ya
que uno tiene la sensación de que no pasa nada y de que, al mismo tiempo, pasa
mucho. O de que pasa mucho para lo poco que pasa. Lo mismo sucede con su prosa
que, pese a ser evidentemente manierista, acaba resultando natural por fuerza
de su coherencia interna y de su musicalidad.
Lo que más
me gusta de JM son las pequeñas historias que incluye en sus novelas. Historias
que, inicialmente, parecen periféricas a la historia central, pero que luego
acaban nutriéndola. A veces son historias ya escritas y que él toma prestadas,
como la de El Coronel Chabert en Los Enamoramientos o la de Enrique V en
Berta Isla. Otras son historias creadas por él mismo, cargadas de
sentido del humor y que muchas veces rozan el absurdo. Me viene a la cabeza la
del cantante de ópera en El hombre sentimental que se niega a aceptar su
ocaso. Cuando ve que cada vez asiste menos gente a sus conciertos, maquina un
sistema para asegurarse de que todas las butacas aparezcan ocupadas.
Prácticamente obliga a los trabajadores del teatro -desde los acomodadores a
los limpiadores- a que dejen su tarea y acudan a su actuación. Al final, su
pérdida de habilidades es tan manifiesta que ni siquiera los trabajadores del
teatro bastan para llenar tantas butacas vacías. Sobrevive durante un tiempo
sacando gente de la chistera para hacerle de público hasta que ya, después de
exprimir todas las posibilidades, llega un día al escenario y ve que todavía
hay una butaca vacía. Su orgullo le impide empezar el concierto si la sala no
está totalmente llena. Decide bajar del escenario y ocupar él mismo esa butaca
vacía. Así, de esa manera tan inesperada, es como se acaba despidiendo de su
profesión.
Los libros
de Marías son como las películas de Woody Allen: siempre parecen el mismo. Así
como es imposible no mezclar en la cabeza Annie Hall con Manhattan,
igual de complicado resulta diferenciar Berta Isla de Tu Rostro
Mañana. Al igual que en las películas de Allen, los libros de Marías están
protagonizados por personajes inteligentes y circunspectos que se parecen muy
sospechosamente al autor. No ayuda a esta disociación el que los protagonistas
sean casi siempre traductores o personas de letras con vínculos con el Reino
Unido. Marías, sin embargo, no utiliza esta similitud con sus personajes para
engrandecer sus virtudes, sino, más bien, lo contrario: se aprovecha de ella
para reírse de sí mismo y poner al descubierto sus manías, sus defectos y sus
vicios incorregibles.
Los libros
de Marías también se asemejan en la temática. En ellos subyace siempre el mismo
problema: la imposibilidad de saber. A Marías le obsesiona la incapacidad de
desentrañar la verdad de entre la maraña de hechos que componen la vida de los
seres humanos. Es imposible discernir qué nos deparará el futuro, de qué son
capaces las personas de nuestro alrededor, de qué somos capaces nosotros, cuál
será nuestro rostro mañana, qué dolores o alegrías llevamos en potencia y
desplegaremos en el tiempo que viene. Igual de complicado resulta adivinar qué
somos en el presente, qué intereses nos mueven, qué nos empuja a observar al
resto de personas, a capturar secretos ajenos que nos impondrán
responsabilidades inesperadas. Por qué sentimos la necesidad de contar,
sabiendo que esa misma necesidad supone siempre una condena, nos ata, nos hace
vulnerables, nos somete a malinterpretaciones y posibles extorsiones. El
sentimiento más frustrante y doloroso está relacionado con la imposibilidad de
saber lo que ya aconteció. La imposibilidad de recorrer con certeza los hechos
que sucedieron y de los que no ha quedado registro y que, por tanto, están
sometidos a la arbitrariedad, al temblor del dedo con el que cada sujeto señala
el pasado, el suyo y el de los otros. Sin embargo, la imposibilidad de saber no
paraliza a los personajes de Marías, sino que los invita a amasar verdades que,
por leves que sean, permiten, al menos, observar mejor la oscuridad que los
rodea.
Te voy a echar mucho de menos, JM.
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