Fortunata y Jacinta es un libro que, a pesar de sus casi 900
páginas, puede resumirse en un pispás, porque importa mucho más el drama que
encierra la historia que la propia trama. El drama es como para abrocharse bien
el cinturón: Fortunata es una mujer del pueblo que está perdidamente enamorada
de Juanito Santa Cruz, un señor de clase media alta, marido de Jacinta. Antes
de contraer matrimonio con ésta, Juanito le había prometido matrimonio a
Fortunata, dándole, además, un hijo que murió de manera prematura. A este
triángulo amoroso se incorpora el bueno de Maxi, estudiante de farmacia que
vive con su tía Lupe (Lupe la de los Pavos) y que bebe los vientos por
Fortunata, con la que se acaba casando, a pesar del poco entusiasmo que ésta
muestra por él. Como era de esperar, Fortunata le acaba poniendo los cuernos con
Juanito, quien, por extensión, se los pone también a la pobre Jacinta. De
nuevo, Fortunata se queda encinta. Este hijo bastardo es el único descendiente
de la familia Santa Cruz, ya que Jacinta es estéril y, pese a su obsesivo
anhelo de maternidad, es incapaz de engendrar un niño. Juanito Santa Cruz juega a sus anchas con nuestras
dos protagonistas, sin importarle un pimiento sus sentimientos. Al final, ignora
de nuevo a Fortunata. Para más inri, la abandona para irse con Aurora, la mejor
amiga de Fortunata, erigiéndose así en uno de los mayores villanos de la
historia (a ver quién se atreve a llevarme la contraria en esto). Entre
Fortunata y Jacinta acabará tejiéndose un lazo de fraternidad fundado en las
desgracias comunes que han sufrido por culpa de Juanito.
Fortunata y Jacinta es un melodrama almodovariano en toda
regla, al estilo de Volver y, sobre todo, de Todo sobre mi madre.
La novela trata de hombres que salen siempre de rositas y de mujeres que tienen
que gestionar y sufrir las consecuencias de sus actos impunes. Soy consciente
de que Almodóvar vino después de Galdós, y de que quizá el adjetivo se lo
tendría que dar el segundo al primero, pero como yo llegué antes al director
manchego que al escritor canario, no puedo evitar invertir el orden natural de
los adjetivos, lo que creo que es más un halago para Galdós que otra cosa, ya
que habla de lo clarividente y lúcida que es su mirada, capaz de continuar
explicando la sociedad un siglo después de su obra.
En Fortunata y Jacinta, “al que nace
pobre no se le respeta, y así anda este mundo pastelero”. Y todavía se le respeta menos si es
mujer. Todo el mundo siente la necesidad de amansar y domesticar a Fortunata,
de explotar su belleza y despojarla de sus maneras rudas. La anulan permanentemente,
cuando en realidad es una mujer con una personalidad y una altura moral por
encima de la de la mayor parte de los personajes de la novela. Y con una
frescura sin parangón, basta con recordar la cara de pasmao que se le queda a
Juanito cuando la ve aparecer por primera vez en las escaleras de piedra de la Cava de San Miguel sorbiendo
un huevo crudo. Habrase visto presentación más sensual de un personaje.
El libro está lleno de frases que componen
verdades tan sencillas como incontestables, como que “más sabe el que vive sin
querer saber que el que quiere saber sin vivir” o que “las despedidas cara a
cara no son buenas para romper”. Se nota que, para Galdós, como
para Plácido Estupiñá, mi personaje favorito de la novela, “su biblioteca es la
sociedad y sus textos son las palabras calentitas de los vivos”. Tiene una
facilidad fascinante para dotar de autenticidad a sus personajes y al entorno
que habitan. Las casi 900 páginas del libro están ya justificadas sólo por leer
estas líneas con las que describe el lugar en el que Fortunata queda con Juanito
antes de que éste le vuelva a dar la patada: “La salita en que estaba tenía ese
lujo allegadizo que sustituye al verdadero allí donde el concubinato elegante
vive aún en condiciones de timidez y más bien como ensayo”.
Me ha resultado muy divertido ver cómo Galdós
utiliza palabras que yo consideraba más modernas (bueno, parcialmente
modernas), como “pillín”, “estar chocho”, “ser un panoli”, “perder la chaveta”,
“cursi”, “edad del pavo”, “pachorra”, “hacer tilín”, “emperifollada”, “empollar”,
“pánfila”, “cornuda”, “marranadas” o “gorrina”. Llega incluso a referirse al
concepto de hacer la bomba de humo: “En fin, que el muy tunante se divirtió
todo lo que quiso, y después la del humo”, dice en un momento. Pero, sobre
todo, me he reído mucho con algunas palabras que, bien por desuso o por
ignorancia propia, desconocía. Galdós no dice “déjese de tonterías”, sino “déjese
usted de chinchirimáncharras”. Si a alguien le gusta algo, se “pirra” o “despepita”
por ello. En lugar de “gresca”, prefiere decir “zaragata” o “zipizape”. Tampoco
dice “follón”, la palabra más recurrida por nuestro querido Juan Cuesta, sino que
prefiere “turris-burris”: “¿Me querrá usted explicar a mí este turris-burris?”, le pregunta el hermano de Maxi a Fortunata.
Luego, si alguien es un muermo, es un “pavisoso”. Y, la mejor, el “filósofo
cafetero” es el equivalente al “filósofo de mercadillo” de nuestros días, ese
que llena el Instagram de posts densitos; un calificativo del que no estoy
seguro de que pueda librarse un servidor.
Cuando uno acaba de leer Fortunata y Jacinta, aún tarda unos días en salir de ella, si es que puede en algún momento. Galdós proporciona tantos detalles, es tan exhaustivo en sus descripciones, en el retrato de la ciudad y de los personajes, que uno siente de verdad que es transportado a un universo diferente en el que se oye a los comerciantes en sus puestos de la Plaza Mayor gritando los precios de sus productos, a los tertulianos licenciando sus verdades en los cafés, poniéndose un poco plastas después de unas cuantas copas; y donde llega también el suave trote de los caballos mientras tiran de los carros, ejerciendo de precursores de nuestros taxis, el tic tac del reloj de la Puerta del Sol retumbando por toda la plaza y el repiqueteo de la lluvia al caer sobre la estatua ecuestre de Felipe III, muy cerca de la casa de esa joven mujer que es de todo menos afortunada.
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