Las novelas del siglo diecinueve son una especie que
se puede identificar a la legua. Basta con ver un libro con un lomo bien ancho
y que esté cerca o supere las mil páginas para empezar a sospechar que uno se
encuentra frente a un miembro de esta fructífera especie. Una especie que lleva
años y años expandiéndose por las casas de casi todas las familias, ocupando estanterías
hasta en aquellos lugares donde no había quien supiera leer, y que ha mutado tantas
veces que ya no le molesta si se la utiliza de pisapapeles, de mesa para la
televisión o de “sujetapuertas” cuando hace mucha ventolera. Lo único que le
importa es que sigan pasándose de generación en generación los libros que
engendró en su día, como un ritual al que se entregan las familias para
garantizar su continuidad en el tiempo. Que los abuelos y las abuelas, en su
último suspiro, ya con voz de ultratumba, dejen a sus nietos en el testamento
los libros de Dickens y de Galdós, aunque ellos mismos no los hayan podido leer.
Por suerte, los libros del siglo diecinueve,
además de la importancia simbólica que han adquirido, siguen satisfaciendo su
principal función: entretener. Estas novelas son tan adictivas como cualquier
serie buena de Netflix. Cabe en ellas la vida en toda su extensión, con sus
alegrías, sus dramas, sus tragedias y, por supuesto, su salseo. Siguen esa
máxima famosa de Galdós de que “do quiera que el hombre vaya lleva consigo su
novela”. Al igual que las series de ahora, estas novelas se publicaban muchas
veces en fascículos que los consumidores esperaban con la misma ansia que nosotros
hemos esperado los últimos capítulos de Juego de Tronos. Es bien sabido que
algunos estadounidenses esperaban en el mismo puerto a que llegaran los barcos
con las nuevas entregas de los libros de Dickens.
También, como algunas de las mejores series, las
novelas decimonónicas se alargan mucho y se enredan en historias que se desvían
claramente de la principal, con el consiguiente riesgo de despertar algún que
otro bostezo. Pero esto es precisamente lo bonito de ellas. Se parecen tanto a
la vida misma, que a veces te aburren y no pasa nada. Crean un universo propio
del que quieres saber todo, hasta lo más aparentemente insignificante. Cuando las
acabas, es imposible no echar de menos el bullicio y el olor que despedían las calles por
las que has estado vagando durante tantos días en soledad, sin que nadie te
moleste.
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