De repente, se introdujo en el baño un ruido que
no podía distinguir. Era como el rumor de las gotas de agua golpeando el
ascensor que llegaba en los días de lluvia. Alzó la vista por encima de la
ventana y comprobó que no llovía. No entendía nada, hasta que desvió la mirada
al rollo de papel higiénico y cuál fue su sorpresa cuando vio que éste despedía
gotas de agua con la misma profusión con la que él había estado derramando lágrimas
de tristeza en su camino de vuelta a casa. Por inercia, colocó su mano abierta debajo
del rollo de papel para recoger las gotas que caían. Se dio cuenta de que la velocidad
del goteo se ralentizaba. Este alargamiento del tiempo permitía a cada gota individualizarse
y tomar una forma propia. Cuando la primera gota impactó sobre su palma, sucedió
algo muy extraño. Se pinchó como un globo y el agua que quedó desparramada
sobre su mano se transformó de repente en una imagen de su infancia, en la que aparecía
él con siete años llorando desconsoladamente en un rincón del patio del colegio
porque se habían burlado otra vez de sus orejas de soplillo. Recordaba
perfectamente la sensación de indefensión que sintió ese día y la tristeza que
le produjo que nadie le apoyara.
La siguiente gota le mostró a él con 16 años,
comprobando en Tuenti que el chico que le gustaba estaba conectado,
pero, que, sin embargo, pasaba de él como de la mierda. En un arrebato de
masoquismo, se ponía celosamente a mirar las interacciones de su amigo con sus
otros amigos, para constatar que con el resto de gente era mucho más cariñoso de
lo que era con él. Las lágrimas le salían a borbotones por los ojos mientras
escribía una carta de agravios que nunca se atrevió a compartir con nadie. La
tercera gota lo retrotrajo a segundo de la ESO, a aquel día en que su profesora
favorita le había dicho que no había hecho nada bien el examen y que estaba
algo decepcionada con él. Y así, sucesivamente, cada gota lo transportó a un
momento en el que había sentido una tristeza profunda, a veces por cosas que
ahora veía como chorradas, otras por razones que aún consideraba legítimas y que
mantenían la fuerza para encender su espíritu de indignación. Eran momentos en
los que había vivido la tristeza como se vive normalmente (y como más duele):
en soledad, sin nadie en quien apoyarse ni en quien cobijarse.
El rollo de papel higiénico le ofrecía ahora el trozo
de papel que se le había escamoteado a cada una de esas lágrimas que habían caído
en su infancia y adolescencia sin encontrar a nadie que las acogiera. Paradójicamente,
el recuerdo de ese conjunto de tristezas que había vivido en soledad no le
hundió más, sino que, por el contrario, levantó su ánimo al hacerle sentir que
no estaba solo. Siempre llevaba consigo a todos sus yo del
pasado.
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