No sabe cómo, pero acabó sentado encima de la tapa del váter. Había sido
una noche triste y ese fue el primer rincón que le vino a la cabeza cuando
abrió la puerta de casa y pensó en un lugar donde refugiar su tristeza de la
mirada de su familia. Cruzó las piernas y permaneció en una pose pensativa
durante varios minutos. En realidad, no pensaba, tenía la cabeza en blanco. Se
dedicaba a observar los objetos que lo rodeaban. Como cuando era pequeño, antes
de tener móvil y de empezar a utilizarlo como pasatiempos mientras hace sus
necesidades en el baño, agarró lo primero que tenía a su alcance, un bote
naranja de champú olor albaricoque, y se puso a inspeccionarlo con inusitada
curiosidad, leyendo con atención cada uno de sus ingredientes: aqua, sodium
laureth sulfate, glycerin, citric acid… Como cuando era niño, seguía sin
entender la composición de este champú que tan bien olía, lo que, en lugar de aumentar su
tristeza, la alivió, al asumir esta ignorancia imperecedera como un mensaje de
complicidad y de ánimo que le enviaba su yo pequeño, que le venía a decir que
hay ignorancias y penas que no se desvanecen con el paso del tiempo. Forman
parte de nosotros y sólo nos queda acomodarlas en nuestro día a día, ponerlas
en un lugar de nuestra cabeza en el que no hagan demasiado ruido.
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