A los seres
humanos hay ciertas cosas que nos cuesta mucho aceptar. Una de ellas es que somos
seres de naturaleza rajadora. Da igual el esfuerzo que pongamos en intentar contenernos:
el mundo nos pone muy difícil no criticar de vez en cuando a la gente a la que
conocemos y queremos. Y qué decir de a la gente a la que apenas conocemos.
Nosotros también lo ponemos muy difícil, pues anda que no proporcionamos
razones para que de vez en cuando los otros se sientan agraviados por nuestra
culpa. O no ya agraviados, sino simplemente sorprendidos o decepcionados por
comportamientos nuestros que no logran estar a la altura de lo que se espera de
un adulto cabal y razonable. Trapiello, con su mordacidad característica, nos
insta a que seamos más comprensivos con nuestra naturaleza: “a mí me carga
mucho cuando hablando de un colega me dicen de él como virtud que no habla mal
de nadie. Eso es mentira. Yo no conozco a nadie así. Todo el mundo habla mal de
alguien. Pero la gente es muy rata y salta del barco en el momento adecuado”.
Y no le falta
razón. Antes de ir a degüello y poner verde a alguien, necesitamos normalmente incluir
unos prolegómenos amables tipo “mira que quiero a tal persona, mira que es de
la gente a la que más cariño tengo, mira que llevamos años siendo amigos, pero…”.
Y tras ese ‘pero’ tímido y tembloroso se desencadena la catarata de cosas que nos
duelen o nos ponen de los nervios de la persona que es objeto de nuestras furibundas
palabras.
Lo que nos quiere
decir Trapiello es que hay prescindir de tanto rodeo e ir directos al grano, es
decir, a la cuchillada. Naturalizar el criticar y no sentirnos mal cuando lo
hacemos. Y es que, tampoco pasa nada por rajar un poco de vez en cuando. Ojalá
todos los males se redujeran a eso. De hecho, el rajar ocasionalmente es una actividad
liberadora, muy sana. Es, como diría una persona muy sabia y profunda, como
tirar de la cadena. Se queda uno bien desahogado y ligero después del acto. Y
gracias a esa descarga puede seguir la vida su propio curso, sin más rémoras
que las inevitables.
Otra cosa que también
nos cuesta mucho asimilar es nuestra naturaleza cotilla. Sobre todo, a los
hombres. Hay muchísimos hombres que sienten pavor hacia esa etiqueta, como si
supusiera una condena. “Marujas sólo pueden ser las mujeres y los gays”. Pero, ay,
alma de cántaro, que te crees tú que las mujeres y los gays son suficientes
para mantener la altísima audiencia que registran siempre Sálvame y sus apéndices
(La isla de las tentaciones, First Dates, Gran Hermano...).
Todos somos unos cotillas. Y, además, empedernidos. ¿O es que nunca has
acercado la oreja cuando has visto a un policía arrestar a alguien en la calle?
Tampoco pasa
nada por ser cotillas. Radiopatio está en marcha las 24/7 y llega hasta los
enclaves más insospechados. Hay, de hecho, un pasaje muy gracioso en la Odisea
donde se puede comprobar que la naturaleza cotilla del hombre viene de bien
lejos, porque ya sabemos que la Odisea es esa obra fundacional que sirve
para amansar nuestras conciencias al hacernos sentir que nuestros impulsos más
irracionales están enraizados en nosotros desde mucho antes de que naciéramos. Hay
un momento en la historia de Homero en el que la tripulación de Ulises,
desesperada por comer algo, mata, a pesar de las advertencias del profeta
Tiresias, a las vacas de Helios, el dios Sol. Zeus, como castigo por los
perjuicios causados a un dios, lanza un rayo a la nave y acaba con todos menos
con Ulises. Años después, cuando Ulises está narrando todo lo que le sucedió tras
finalizar la guerra de Troya, comenta que sabe que Zeus estuvo detrás de la
muerte de sus compañeros porque se lo chivó Calipso, la ninfa con la que vivió
durante siete años en la hermosa isla de Ogigia, que a su vez lo sabía porque
se lo había escuchado decir a Hermes, otro dios. “Esto me lo contó Calipso, que
lo oyó de labios de Hermes”. Así que ya sabemos, hasta a los Dioses les va el
salseo.
Ulises es tan
humano que, en lugar de aceptar la oferta de inmortalidad que le hace Calipso a
cambio de que se quede con ella, opta por volver a Ítaca para reencontrarse con
su familia y sus compatriotas. Como dice Irene Vallejo, Ulises prefiere las
tristezas auténticas a una felicidad artificial, “valora intensamente la vida,
con sus imperfecciones, sus instantes de éxtasis, sus placeres y su sabor
agridulce”. Es tan humano que ni siquiera le da vergüenza pedirle un polvo de
despedida a la ninfa después de haberla rechazado.
Y ya para acabar,
la otra cosa que nos cuesta mucho aceptar es lo que nos gusta que nos digan
cosas buenas. Nos cuesta asimilarlo porque no es agradable reconocer lo
dependientes que somos de lo que piensan los demás. Nos gusta la palmadita en
la espalda. Pero bueno, a Ulises también le gustaba, así que no somos tan
especiales, ni tampoco más vanidosos que nuestros antepasados. Ulises era una especie
de Cristiano Ronaldo que se quitaba la camiseta y exhibía su cuerpo hercúleo
después de cada una de sus machadas, aunque el partido fuera cuatro a cero y el
gol fuera intrascendente. Se enfrenta al cíclope sólo para demostrarle que es
más fuerte que él y luego, una vez le ha derrotado, le restriega su victoria
sin ningún decoro, profiriendo un “siiiiiiiiu” muy de CR7: “Cíclope, si alguien
te pregunta quién te ha desfigurado y ha sacado el ojo, di que fue el valiente
guerrero Ulises, hijo de Laertes, que vive en Ítaca”.
Cuando regresa a
Ítaca, lo hace transformado en un mendigo, para que no le reconozcan.
Aprovechándose de su anonimato, aborda a sus extrabajadores y les pregunta sobre
su antiguo jefe. Se deleita viéndolos llorar mientras recuerdan con cariño a su
amo, para el que sólo tienen palabras de agradecimiento. Y es que, en realidad,
la palmadita en la espalda es siempre más agradable que las alternativas: la
indiferencia o el desprecio. La indiferencia le hace a uno dudar, mientras que
el desprecio le hace a uno sentirse despreciable. Quizá por eso nos cuesta
admitir que somos seres rajadores, porque eso significa aceptar que otros también
pueden hablar mal de nosotros. Y eso ya no nos gusta. Porque lo que más nos
gusta es que nos rieguen los oídos con palabras bonitas.
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