Los bisabuelos
de Marta murieron de manera muy seguida, cuando apenas tenía siete años. Ella primero,
por un cáncer fulminante que llegó a traición, sin anunciarse con tiempo
suficiente para hacerle frente. Él pocos meses después, consumido por la pena.
Raquítico. Había adelgazado mucho de tanto llorar en silencio. Su cuerpo estaba
vacío, deshabitado de cualquier ilusión de vivir.
Marta se aferraba
a la esperanza de encontrarlos en el cielo. No porque creyera en Dios. No se
planteaba esas cosas. Los buscaba en el cielo porque no los encontraba en
ninguna otra parte. No le gustaba cuando el día amanecía encapotado. Era como
si en la corona de cada nube se hubiera instalado un techo que impedía que se
filtrara la luz que sus bisabuelos seguían irradiando desde arriba. Y eso no
estaba bien. Le ponía de muy mala leche. No le podían privar de lo poco que le
quedaba de ellos.
El bisa siempre
le decía que las estrellas fugaces son la única manera en que los ya no están
se comunican con nosotros. Mensajes que tenían almacenados y que van
exteriorizando poco a poco, racionándolos para que no los olvidemos demasiado
pronto. Marta sentía que esos mensajes no eran sólo cosas que no dijeron en
vida, sino que también le hablaban del presente que ellos tenían que estar observando
desde algún rincón oculto. No podían haberse desvanecido del todo. Así sin más.
Marta los buscaba por los armarios de la casa, en las prendas que dejaron
impregnadas de sus olores. El olor a café con tostadas de aceite. El olor a la
tinta del ABC que el bisa leía diariamente, mojando ligeramente con saliva el dedo índice para pasar las páginas. El olor de los cigarros que dejó pendientes de
fumar y que ahora han pasado a ser reliquias que nadie se atreve a tocar.
Marta está
segura de que la bisa está encapsulada en la fragancia que todavía desprenden las
plantas y las flores que regaba religiosamente cada mañana, a las siete, y que hoy,
tantos años después, continúan despertándose atónitas, desconcertadas por la
orfandad sobrevenida, preguntando que dónde está esa mano amiga que las nutría
de vida. La máxima aspiración de Marta ha sido siempre convertirse en una flor
regada por su bisa.
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