La noticia de que Messi desea abandonar
el Barça me ha descolocado mucho. No soy aficionado culé y,
sin embargo, me siento como si estuvieran a punto de despojarme de algo que me
pertenece. Tanto es así que el día en el que me enteré me costó hasta conciliar
el sueño. Acababan de sacudir mi vida y no entendía muy bien por qué. Luego me
metí en Twitter y vi a mucha gente que se declaraba no-futbolera que se había quedado
igualmente impactada por la noticia, lo que me empujó a reflexionar todavía más
sobre el asunto. ¿Qué tiene la marcha de Messi que nos ha dejado a todos en
fuera de juego? ¿Es sólo que no la esperábamos o es algo más profundo?
Me doy cuenta de que los goles, los
fracasos y los títulos de Messi forman parte de mi microcosmos. Están
tan arraigados en mi imaginario que verle dejar el Barça me produce una especie
de ansiedad, de miedo a lo nuevo. La tristeza e inseguridad que causa el
desmoronamiento de lo conocido, de lo cotidiano, de lo que parece eterno. De
normal, cuando reflexionamos sobre cuáles son nuestros sustentos vitales, pensamos
en nuestros familiares y amigos, en las personas que más nos influyen y a las
que más queremos. Pero nos olvidamos muy fácilmente de la superficie sobre la
que discurre nuestra vida. Del paisaje contra el que se recorta nuestra existencia y que asegura nuestra continuidad, confiriendo un aire de familiaridad a aquello que nos rodea.
Cuando hablo del paisaje de mi
vida, me refiero a todo lo que ya estaba allí antes de que me salieran pelos en
la axila. Hablo de ver a Nadal ganando el Roland Garros; de Jorge Javier Vázquez
al mando de cualquier programa de cotilleo, a punto para explotar cualquier
salseo; de Jordi Hurtado con su sonrisa afable presentando Saber y ganar;
de Pablo Motos haciendo el cabra y resultando insoportable y cargante en El
Hormiguero; de Belén Esteban desgañitándose a la hora de la siesta; y de la
emisión de un nuevo capítulo de Cuéntame, aunque me dé una vergüenza enorme
reconocer que no he visto ni uno. En resumen, cuando hablo del paisaje de mi vida,
hablo de aquel compañero de clase con el que hemos estado toda la vida y a
quien, a pesar de no considerar amigo, le guardamos un cariño sincero. Seguramente
porque podemos proyectar en él cada momento importante de nuestra vida. Como un
mapa que nos señala dónde nos encontramos cuando estamos perdidos.
Del mismo modo, cuando pienso en
Messi enfundado en la camiseta blaugrana con el 10 en la espalda, pienso en qué fase
de mi vida se corresponde con cada momento decisivo de su carrera. Recuerdo,
cuando todavía jugaba a fútbol, estar entrenando y enterarme por mis compañeros
de equipo del penalti que falló en semifinales de Champions contra el Chelsea
en 2012. Recuerdo también ver en Francia, en mi estancia de tres semanas para
aprender francés en Vichy, la final del Mundial de 2014 que perdió contra Alemania.
Recuerdo estar rodeado de buenos amigos viendo el gol con el corazón que marcó in
extremis en la final del Mundial de Clubs en 2009. Y, por supuesto,
recuerdo los exámenes que me estaba preparando esos días de mayo de 2009 y 2011
en los que Messi se exhibió y en los que el Barça ganó la Champions.
Aunque se haya deteriorado la
relación con muchas de las personas con las que he visto los partidos de fútbol
que más he disfrutado; aunque desaparecieran súbitamente algunos de los cuadros
que más marcaron el paisaje de mi infancia y adolescencia, como Tuenti, Camera
Café, Aída o Canal Nou; aunque haya perdido la pista de
muchos de los compañeros de mis equipos de fútbol y de clase, así como de algunos
de los entrenadores y profesores que más presentes estuvieron en mi vida; ver a Messi embutido
en la camiseta del Barça y con el 10 en la espalda me ha hecho sentir siempre que mi existencia
tiene cierta continuidad. Que yo no soy un ser completamente fragmentado. Si
definitivamente se va, tendré que comprobar que los pelos de mi axila no se han
ido con él.
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