I
Me dicen en casa
que últimamente estoy muy repetitivo. Que, aunque les ponga cada vez el mismo
entusiasmo y las mismas ganas, las historias empiezan a perder atractivo cuando
las cuento por tercera vez. Yo no soy consciente de ser tan plomizo. Si lo
fuera, intentaría no repetirme tanto o, al menos, intentaría adornar la misma
historia con nuevos elementos para así conferirle algo de frescura. Pero nada.
Parece ser que estoy seco de historias. Mi vida no es lo suficientemente
emocionante como para satisfacer las demandas de originalidad de mi familia.
Les aburro soberanamente. Y no hay nada que odie más.
II
Me decido a salir
a la calle en busca de historias. Me visto con ropa ligera para soportar el calor
sofocante del agosto madrileño. Cojo también los auriculares. La gente es mucho
más descuidada cuando piensa que no hay nadie escuchándole. A mí, además, me
cuesta ser discreto. Los auriculares me ayudan a disimular las pulsiones
cotillas que se fraguan en mi interior y que normalmente se traducen en un
arqueo de cejas o en muecas muy poco sutiles. Me coloco los auriculares y empiezo
a deambular por las calles de Madrid.
III
Escruto los
rostros de las personas con las que coincido en la calle. Intento descifrar en
qué estarán pensando y cómo serán: si serán o no buenas personas, si serán o no
egoístas, si serán o no celosas. Desde que somos pequeños, se nos enseña que
debemos evitar los prejuicios, que no es bueno juzgar a una persona a la que no
se conoce bien, que hay que esperar para poder tener una opinión formada sobre
la gente. Sin embargo, siempre me ha sorprendido el poder premonitorio de los
prejuicios. Sí, es cierto que en ocasiones yerran y que por su culpa tomamos
por buena a gente mezquina y por mala a gente a la que luego descubrimos
multitud de virtudes. Pero, para mí, lo verdaderamente asombroso es la cantidad
de veces que aciertan y que sus intuiciones se confirman a posteriori.
¿Cómo puede ser que un gesto, un tono de voz o una mirada condensen tan
eficazmente la compleja arquitectura que da forma a los rasgos del carácter? Le
lleva a uno toda la vida configurar las aristas de su personalidad para que
luego los pliegos de su alma puedan ser revelados a cualquier desconocido en
menos de diez segundos.
IV
Efectivamente, nuestros cuerpos
nos delatan. Son la superficie sobre la que se proyectan nuestros miedos,
nuestros complejos, nuestras frustraciones, nuestras ilusiones, nuestras
seguridades y nuestras inseguridades. Veo a un señor pasear de la mano con su
nieto. Su mirada está oxidada. No sé si por el paso del tiempo o por una pena
aguda. Las comisuras de su boca me recuerdan al juego de la cuerda al que
jugábamos en el colegio; nos dividíamos en dos equipos y cada uno tenía que
tirar hacia su lado. Acababa ganando aquel que consiguiera desplazar al equipo
rival al campo contrario. Sus comisuras están sometidas al mismo vaivén, sólo
que, en lugar de moverse horizontalmente, se mueven hacia arriba y hacia abajo.
Noto que la tendencia natural es la segunda. Se deslizan hacia abajo como si
cargaran con un peso enorme ante el que cualquier resistencia parece vana. El pobre
abuelo pugna por imponer la alegría en su semblante. Intenta tirar hacia arriba
las puntas de su boca cuando su nieto le mira o le pregunta cualquier cosa.
Resulta tan forzado el movimiento que a veces se le pone cara de payaso.
-Dani, ten
cuidado -le dice el abuelo-. Dame la mano para cruzar.
Hay un deje de
tristeza en sus palabras. Habla rápido y con la boca pequeña. Como si colocara un tapón en ella para no
dejar escapar sus verdaderos sentimientos, para que el chorro de pena que anega
su espíritu no se adhiera también a sus cuerdas vocales y le deje vulnerable e
indefenso frente a su nieto.
Intento pensar
cuál puede ser la causa detrás de su abatimiento. ¿Cómo puede ser que un hombre
que ha debido de vivir mínimo ochenta años se sienta desorientado,
extraviado, como si acabara de ser lanzado a la vida? ¿O es que precisamente se
siente así por todo lo que ha vivido, porque el transcurso de los años, en
lugar de instilar en él confianza y determinación, le ha hecho más consciente
de su inanidad e insignificancia, le ha mostrado que hasta la persona que lo es
todo para nosotros puede pulverizarse en cuestión de segundos sin previo aviso
y sin consuelo que valga? Concluyo que
debe de haber una ausencia detrás de su tristeza. Pienso en su mujer. Y
entonces dejo de verle desubicado. Le veo mutilado.
V
Voy dando
vueltas por Argüelles cuando me topo con un joven de unos veintidós años que va
hablando por teléfono. Tiene el pelo ensortijado, de un color castaño muy
lustroso que hace juego con el beige de sus pantalones (sí, a pesar de
los cuarenta grados, viste pantalones largos y mocasines). Va embutido en un
polo azul marino de Ralph Lauren en el que la estampa del caballo ocupa toda la
parte superior izquierda. Es tan grande que da la sensación de que en cualquier
momento el caballo va a salir del polo y va a ponerse a trotar por las calles
de Madrid. Me imagino al chico envanecido desfilando encima del caballo. En
realidad, ya camina como si estuviera suspendido en el aire. Va muy recto, con
la cabeza bien erguida y dando pasos firmes que transmiten una confianza desaforada
en sí mismo. Se sabe guapo y, a pesar de que está al teléfono, mueve el cuello
todo el rato para observar cómo la gente posa la mirada en él. Hay que
reconocer que es bastante difícil no reparar en las facciones de su cara. La
nariz, la boca, los ojos, los lunares. Todo está simétrica y elegantemente
distribuido; hasta el hoyuelo en el mentón, que le da un toque de actor de cine
clásico.
-Tú, Alberto, esta noche
va a ser muy pepino -comenta el joven por teléfono-. Me acaba de decir Juan que también vienen las pivitas estas que conocimos en Graf hace tres
semanas.
-Justo, sí, las
copas en mi casa -sigue el joven-. Mis padres se han ido a la casa de El
Escorial, así que perfecto. Sin prisas, tío. Venid cuando queráis.
-La noche va a estar
muy guapa, tío -continúa-. Díselo a estos también, sin ningún problema. Mi casa
es mazo grande, tío. Cabemos todos.
A tenor de sus
palabras, cabría esperar cierto entusiasmo en sus ojos. Pero éstos no traslucen
ninguna alegría. Sus gestos y su mirada permanecen inalterados, como si se
tratara de un robot que expulsa palabras sin expresar ningún tipo de emoción.
Me imagino al chaval teniendo esta misma conversación cada semana, y más de una
vez si me apuras. Como si estuviera sumido en una vorágine de la que ni se
plantea salir y que necesita tanto como el respirar. No sé quién será el
Alberto este. Algo debe de conocerle si le invita a su casa. Pero la
conversación suena hueca, bastante impersonal. El énfasis en el vocativo “tío”
me ha chirriado siempre. Quienes abusan de él suelen hacerlo para enmascarar la
falta de complicidad de la que adolecen las amistades superficiales.
Cuelga el
teléfono, pero sigue pegado a él. Envía audios a cinco personas distintas.
Supongo que los destinatarios serán los “estos” a los que ha hecho referencia
en la conversación con Alberto. A todos les envía un audio similar. De nuevo,
lo único que desprende energía es su voz. Su rostro permanece hierático, petrificado.
Ni un atisbo de alegría. Ni media sonrisa dibujada en el lienzo de su cara. Supongo
que el envío de estos audios constituirá una de las fases de la cadena de
montaje que engrasa su vida. Un procedimiento más dentro de la rutina
soporífera y angustiosa a la que equivaldrán esas noches de fiesta loca
anunciadas cada semana a bombo y platillo, como si no fueran una repetición de
lo de siempre.
Deja de enviar
audios, pero sigue con los dedos anclados a la pantalla del móvil. Estará
escribiendo Whatsapps o viendo stories en Instagram. Se mete en la boca
del metro en Moncloa y le pierdo de vista. Intento imaginarme cómo será cuando
se encuentre solo y sin el estímulo del móvil. Me lo imagino sentado en su cama
en pijama, antes de irse a dormir, con la mirada perdida y las manos apoyadas
en el colchón. Agarrando las sábanas con fuerza. Aferrándose a ellas. Colmado
de miedo.
VI
Mi paseo sin
rumbo me acaba abocando a Lavapiés. Empieza a ponerse el sol. El cielo adopta
un color azul anaranjado. Entro desde Tirso de Molina y siento durante unos
segundos que estoy en un Madrid muy distinto al de la Puerta del Sol. Por
Lavapiés todavía quedan reductos del Madrid más castizo. Voy bajando por una
calle en la que se alinean casas de pocos pisos, con balcones pequeños y
postigos de madera que confieren un aire genuino al entorno. Oigo ruidos que
proceden de uno de los balcones. Es una pareja de unos treinta años que discute
acaloradamente en un segundo piso. Me llegan retazos de su conversación, frases
trituradas por el bullicio de la calle a las que intento dotar de unidad.
-Sabía que iba
pasar -le dice ella, con tono enfadado.
-Déjame que te
lo explique. Por favor-suplica él.
Me pierdo buena
parte de lo que dicen, pero consigo pescar alguna que otra palabra inconexa. Me
apoyo en la fachada del edificio, al lado del portal, con la pierna derecha
recostada sobre la pared y los cascos bien encajados en los oídos, para que
parezca que estoy esperando a alguien. Temo por que el balcón ceda por culpa de
la avalancha de palabras hirientes y coléricas que se están descargando sobre
su superficie.
- ¡Eres un
mentiroso! ¡Lo sabía, lo sabía! Te lo dije y me lo negaste -chilla ella.
- ¿Con Mónica?
¿No había otra? ¡Eres un sinvergüenza! -sigue bramando. Su voz es la que suena
con más fuerza. Me imagino las venas de su cuello mientras grita, marcadas como
si fueran serpientes con vida propia que ansían lanzarse contra el infiel y
traidor.
Continúan
discutiendo, recriminándose cosas, pero me resulta ya imposible discernir lo
que dicen. Al cabo de dos minutos, cesan las voces. Espero unos segundos. Veo a
una chica salir del portal. Supongo que se trata de ella. Digo 'ella' porque no
sé ni su nombre. Echa a andar. Da sus pasos con firmeza. Descubro que, a
diferencia de los del chico de Argüelles, los suyos no denotan seguridad. Más
bien lo contrario, pisa con fuerza el suelo porque está enfadada, porque quiere
huir. Se siente rota y lo único que tiene claro es que tiene que seguir
andando.
Persigo su
rastro hasta la Plaza de Lavapiés. Se dirige hacia la boca del metro. Esta vez
decido meterme yo también. Esperamos en el andén. Lleva los auriculares
puestos. No sé si está escuchando música o si es que quiere pasar desapercibida
y se los pone para fingir que es una más. Llega el tren y me siento delante de
ella. No deja de mirar el móvil. A pesar de todos los exabruptos y de todos los
chillidos, sigue deseando saber de él. Está mendigando otra falsa disculpa.
Estoy a punto de
decirle que le envíe ya a la mierda, pero me contengo. La observo fijamente. Me
doy cuenta de que es la primera vez que veo su rostro. Tiene los ojos
recargados. El dique va a ceder. Las lágrimas van a empezar a derramarse en
cualquier momento. Aunque no los lleva pintados, me imagino que se ha puesto
rímel y que segrega lágrimas teñidas de una oscuridad acorde con sus
sentimientos. Llora dolor, tristeza y decepción.
VII
Después de toda
la tarde fuera, llego a casa con la ilusión de compartir las nuevas historias.
Voy corriendo al salón. No hay nadie. No me han esperado para cenar. Están a
otras cosas en sus habitaciones. Es demasiado tarde. ¡Qué rabia! Me tocará
esperar a mañana.
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