En qué mal momento se
me ha ocurrido esta mañana enchufar la caja
tonta para sentarme a ver el pleno que tenía lugar en el Senado. No
podría haber cometido error más grande para comenzar este mes de agosto, pues
el espectáculo que he presenciado me ha producido tal desasosiego e indignación
que me ha dejado mal cuerpo para el resto de la semana. Mi descolocación ha
sido tal, que no he podido terminar de ver el final del pleno, puesto que me
sentía perdido, hasta tal punto que no sabía discernir entre si estaba
observando una reunión parlamentaria o una película totalmente zafia.
Recuerdo que abundaban los chillidos, los
exabruptos y, sobre todo, las falacias. Algunos se trataban de chillidos
injuriosos; otros, de un júbilo tan incontenible que acababan reproduciéndose
en grandes ovaciones, todos de pie, vitoreando fielmente a su infalible líder. Los
máximos representantes de los dos partidos más importantes se lanzaban calumnias,
tachando de corrupto al partido contrario, exigiendo autocrítica y remarcando
la carencia ética del otro. El presidente del Gobierno parafraseaba a
Rubalcaba, con el fin de parapetarse en argumentos con los que anteriormente se
había defendido el líder socialista, argumentos que contradecían la actitud de
Rubalcaba en el pleno de hoy y que delataban la conveniencia de sus
declaraciones.
Mariano Rajoy esquivaba las preguntas de la
mayoría de los portavoces de la oposición, dedicándose únicamente a responder a
aquel a quien podía desarmar fácilmente mediante acusaciones pasadas; evitando,
además, ofrecer una explicación convincente sobre los SMS que intercambió con
Bárcenas una vez sabida la existencia de una cuenta ilegal del extesorero del
PP en un banco de Suiza. Alfonso Alonso
denunciaba públicamente la falta de modestia de Rosa Díez al mismo tiempo que
él se jactaba, haciendo uso de la ironía, de la mayoría absoluta obtenida por
el Partido Popular en las últimas elecciones. Tampoco faltaban las apelaciones
a grandes citas de intelectuales con las que algunos políticos concluían sus
comparecencias, pretendiendo impregnar sus falaces discursos de coherencia y
sentido común.
Yo no podía salir de mi
estado de estupefacción, que, en suma, iba incrementándose conforme transcurría
la sesión. Deseaba bajar la cabeza y encontrarme con un cuenco de palomitas entre
mis manos, con la intención de convencerme de que aquel esperpento que estaba
observando no era sino una mera ficción. Desgraciadamente, el anhelado cuenco
no apareció en ningún momento. Por lo que apagué el televisor, INDIGNADO.
Indignado al constatar, una vez más, cómo la diatriba política eclipsa el
verdadero esclarecimiento de los asuntos que conciernen a la ciudadanía; indignado
al observar cómo se prima la pugna, en detrimento de la cooperación; indignado al
comprobar que la política se aleja cada vez más de los ciudadanos. Indignado,
en fin, ante las grandes lagunas democráticas de nuestro país.
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