El otro día leí en Tuiter a un asiduo de El País decir
que Chirbes adopta en sus diarios una actitud autocomplaciente. No elaboraba
más en su opinión, pero imagino que lo que quería decir es que Chirbes se
regodea en su pena y se da demasiada lástima a sí mismo. Me dolió en el alma
leer eso. Voy por el tercer y último volumen de los diarios, más de 1500
páginas en total acompañando a uno de mis escritores favoritos por sus meandros
emocionales, y si algo puedo afirmar es que tengo la impresión de que el pobre Chirbes
padecía una depresión de caballo, con visos de ser totalmente
crónica. En sus diarios nos abre la puerta a las catatumbas del pozo de
oscuridad en el que vivía enfangado y del que nunca supo salir, ni siquiera
cuando su trabajo recibió un reconocimiento unánime. Todo le generaba inseguridad.
Desde la espera de un email sobre el último libro que había escrito hasta la
preparación de una charla sobre el tema más banal ante una audiencia pequeña.
Chirbes no puede ser autocomplaciente en su pena porque
él era totalmente consciente de su disfuncionalidad emocional y manifestaba
constantemente la frustración que le generaba no contar con los instrumentos necesarios
para poder salir hacia delante. Su cabeza lo tenía maniatado, torturado y cubría
de una negritud densa la textura de cada una de sus experiencias,
imposibilitando así la felicidad y empujándole a unos lugares cercanos a la
misantropía. Chirbes quería amar, sentir y emocionarse, pero le costaba
sobremanera. Su alma estaba quebrada desde que él tenía memoria. Huérfano de un
padre suicida, criado en un internado, gay en un tiempo donde la homosexualidad
estaba estigmatizada, su vida estuvo desde el principio salpicada de
adversidades. No se sentía cómodo en las relaciones sociales, pero, al mismo
tiempo, las anhelaba con fruición. Su soledad era mucho menos elegida de lo que
parecía desde fuera.
Leyendo los diarios, el último pensamiento que me asalta
es el de la autocomplacencia. Lo que me despiertan sus textos es, por el
contrario, una compasión inmensa. Sólo quiero colarme en las páginas de sus
diarios y aparecerme en su pasado, en el momento en que estaba delante de sus
cuadernos escribiendo esas precisas líneas que estoy leyendo y abalanzarme
sobre él. Abrazarle con fuerza y decirle que le quiero mucho y que es un ser
maravilloso. Recoger sobre mis hombros sus lágrimas antes de que las pinte con su
pluma estilográfica y las disfrace de palabras.
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