Chirbes sólo disfruta leyendo. Lee con voracidad. No se deja nada. Lee, relee y vuelve a leer. Analiza los libros con una agudeza asombrosa. La mayor parte de sus diarios está dedicada a desentrañar libros. Sabe incluso leer en inglés. El francés lo domina con maestría. Nada se le pasa. A diferencia de muchos escritores de renombre de su edad, intenta estar al día de lo que escriben sus coetáneos al mismo tiempo que no deja nunca de volver a los clásicos. Se queja, se lamenta, chapotea en un charco mugriento y espeso de tristeza, pero nunca deja la literatura. Los libros no alumbran nada dentro de esa tristeza inefable a la que parece condenado, pero sí consiguen darle un soporte necesario para mantenerse a flote. En sus comentarios se trasluce un rencor de clase furibundo. Sabe perfectamente de dónde viene y cuánto siguen sufriendo los que sufren. Ni los castillos artificiales ni las grúas más grandes podrán nunca tapar la miseria a la que se ven empujados los desechos del progreso. Una humildad sincera impregna sus reflexiones. No se da importancia. El éxito de sus libros pasa por su lado como una bala esquivada. Se machaca constantemente. Se ve incapaz de merecer ningún reconocimiento. Duda sobre cada libro que escribe. Duda siempre si volverá a escribir cuando no tiene una novela entre manos. Se avergüenza de sus libros una vez los envía a la editorial. Les encuentra más defectos y erratas que cualquier otro lector. Y, sin embargo, no sabe hacer otra cosa que no sea escribir. Con una diligencia espartana, anota en sus diarios sus impresiones. Al mismo tiempo, avanza en la escritura de una novela que pocas veces es corta. Se toma en serio cualquier encargo, sea de una institución de poco nombre o de una de gran prestigio. No sabe hacer las cosas a medias. No le mueven ni el dinero ni la necesidad de destacar. Es, como cualquier personaje de Howard Hawks, un profesional de los pies a la cabeza en cualquier proyecto en que se embarca. Cuida a los suyos, aunque piense que no. Cuida a Paco, ese familiar suyo desvalido y con una disfuncionalidad mental acentuada que vive con él. Está pendiente de sus necesidades. Le quiere, aunque le cuesta expresárselo. A Chirbes le cuesta sobremanera expresar sentimientos bonitos. Es como si el poco contacto con ellos le hubieran convertido en un incapacitado. Deshace un enjambre de abejas que se le ha colado en casa. Se encierra en el cuarto de Paco cuando éste ya se ha ido a Extremadura y avista ratas en la casa. Recuerda cómo le impactó la alargada agonía de un conejo que un tío suyo mató para echar a la paella. El temblor del animal que sostenía en sus manos. El calor que se tornaba en frío. Las resplandecientes láminas del Mediterráneo se vislumbran desde su casa, pero apenas cuenta con energía suficiente para pegarse un buen baño. Son contadas las veces que se anima a ello. Habla de los gays con poco afecto. Habla de sí mismo, que es gay, con poco afecto. Un día se va de prostitutas con un amigo. No le pega irse de prostitutas. Tiene sobrinas y hermana. Las menciona, pero no profundiza en ellas. La familia es un paisaje inexplorado en su cuadro. La sombra de François, aquel amor suyo lejano, no se va nunca. François era celoso. Era tan celoso que podía llegar a arder en celos contra la toalla o las gotas de agua que tocaban la desnudez de Chirbes mientras él se encontraba a kilómetros de distancia. François murió. Mucha gente importante para Chirbes murió prematuramente. Galdós le alegra en cualquier momento de adversidad. La veneración que siente por este escritor es una de las pocas coordenadas fijas en su vida. Uno de los perros se escapa de casa para fornicar con otros perros de la zona. A Paco le metieron en la cárcel de manera injusta. En la barra del bar cae siempre una copa de más. La Gaite tenía arte. Los vértigos amenazan con truncarle cualquier viaje. Los traductores que se toman licencias con sus libros son unos payasos. La moderación de los socialdemócratas es la última victoria de Franco. Le toca escribir a vuelapluma el último comentario culinario para Sobremesa. Valencia viste siempre bonita, teñida de nostalgia. Tiene que preparar una charla sobre un tema que ha explicado de sobra en sus libros. Sus libros hablan de su visión del mundo mejor que él mismo. Balzac mola. Tolstoi lo peta. Él es, a ojos de muchos, un escritor caduco adscrito al realismo. Escucha, embelesado, música clásica. Se pone una película. No va al cine. Espera ansioso el correo de un amigo a quien le ha dado en primicia una copia del libro que está confeccionando. Pasa al ordenador los diarios que ha ido escribiendo. Se acerca su final. Anticipa su final. La frecuencia con la que escribe en sus diarios se espacia considerablemente. Se queja por apenas escribir. Se va quedando sin fuerzas para quejarse. Se muere sin despedirse.
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