Después de un largo
viaje de tres horas en autobús, llego a Gatwick. Durante un momento del
trayecto he llegado a ponerme nervioso al ver que nos encontrábamos en medio de
un atasco importante. Supongo que es lo que tiene tontear geográficamente con
ese gran imán del estrés que es Londres. Aguijoneado por los nervios, he
levantado varias veces la mirada para, desde la privilegiada posición que uno
disfruta en el segundo piso de un autobús inglés, otear el más allá. Que, en
estos casos, no es más que una fila inamovible de coches en los que se puede
intuir la desesperación, los quejidos, si no los ronquidos, de sus ocupantes.
Me fijo en los otros pasajeros del autobús. Más de uno se suscribe a mi inquietud
(queda raro utilizar este verbo aquí, pero hacía mucho que no recurría a él y
tampoco me parece que resulte tan inapropiado. No rehuyamos la originalidad,
hombre, menos aún en momentos de pánico). Me digo que calma, que voy con tiempo
de sobra. Vuelvo a mi libro. Pasan dos minutos. Mis ojos se emancipan de mi
cabeza y se lanzan, de nuevo, al más allá. Una. Y dos. Y tres. Y cuatro veces.
Pasan varios minutos y el bus consigue avanzar otra vez con fluidez. Primer
asalto superado. Puedo descansar.
He llegado, como
ya he anunciado, a Gatwick. Quedan tres horas y media para que despegue mi
avión (luego me enteraré de que el vuelo, como cabe esperar en estos sitios de
mala muerte, será retrasado. Pero a eso ya volveremos más tarde si encuentro
las fuerzas). Paso con bastante calma el control de seguridad. De normal, el
control de seguridad es, irónicamente, un lugar colmado de peligros. Me estresa
sobremanera la posibilidad de que las bandejas con mis pertenencias más
preciadas, que cubren todo el rango de objetos, desde aquellos que entretienen
mi ocio hasta aquellos con los que produzco mi trabajo, puedan ser abordadas
por algún espabilado que haya pasado el control de seguridad unos segundos
antes que yo y que, aprovechándose del retraso que puede generar el cacheo de
mi cuerpo si pito al pasar por el arco de seguridad, se haga dolosamente con
cualquier de mis bienes preciados. Ojo avizor elevado a mil y corazón estrujado
por la tensión. Para evitar que se pueda dar esta desdichada situación, me cercioro
siempre de preparar el control de seguridad como si de un examen se tratara. No
puedo arriesgarme a pitar. Pañuelos, fuera. Cinturón, fuera. Llaves, fuera.
Tampoco puedo arriesgarme a que desvíen ninguna de mis bandejas a la cinta de
elementos sospechosos que revisan con suma diligencia, pues eso alargaría aún
más el período de espera para reencontrarme con mis bandejas. Aparatos
electrónicos, separados en una bandeja. El ordenador, sacado de su funda.
Ningún líquido. El pasaporte, la cartera y las llaves, dentro de la mochila
para evitar una exposición excesiva.
No es el caso en
Gatwick, pero en otros aeropuertos donde la cinta de las bandejas es más corta
y donde hay menos arcos (los famosos arcos) de seguridad, superar el control
sin pitar no es suficiente para cantar victoria. Uno se puede encontrar
fácilmente con cuatro bandejas repletas de bienes preciados, que, por falta de
espacio, debe levantar con inminencia de la cinta y transportar a otro lugar,
no necesariamente cercano, para no interrumpir el flujo de personas que viene
detrás. Ya me diréis vosotros cómo narices pueden dos humildes manos gestionar eficientemente
operación de tamaña dificultad.
Tras franquear con
éxito el arco piropeador de seguridad, me veo empujado a esa cueva capitalista
a la que suelen referirse como duty free, pero que a mí me ha parecido siempre
más un tutti free. Cajas inmensas de lacasitos, colonias caras, toblerones,
licores y un largo etcétera de objetos que sólo pueden resultar útiles en el
trance de un viaje a aquellos maridos que han estado trabajando tan duro en la
ciudad que han visitado que apenas han tenido tiempo para recordar que tienen
mujer e hijos, con la consecuencia lógica de incurrir en la ciudad ajena en
escarceos sexuales que sólo se cubren de cierta capa de vergüenza cuando se
atraviesa la cueva capitalista que invita a uno a compensar las fechorías perpetradas
con colonias caras y unos bombones Lindt para la Penélope de turno que espera
anhelante en casa la vuelta del marido nómada. Para potenciar aún más la
sensación de encontrarse en un limbo (fiscal, moral, familiar y de cualquier
otro tipo), los aeropuertos se aseguran de colocar en el suelo de los tutti
free baldosas rellenas de purpurina que pestañean con lascivia al paso de los
indefensos viajeros.
Salgo de la
caverna capitalista y me quedo deslumbrado por la cantidad de luz artificial
que ilumina el ambiente. Existe consenso entre los torturadores que diseñan los
aeropuertos para pintar de blanco chillón las paredes y los techos en los que
se nos almacena temporalmente antes de ser lanzados al cielo. Se encargan de
que el blanco esté lo suficientemente afilado, hasta el punto de que basta un
mínimo contacto visual con las paredes o el techo para que empiecen a sangrarte
los ojos. Sangre blanca, por supuesto, del más allá, pues no viene nunca mal
recordar que sólo los ángeles tienen alas.
Ya “sólo” me
queda decidir dónde voy a pasar las más de tres horas de espera. La espera que
me espera sin que yo quiera esperarla. Pocas cosas me producen más desazón que
la masa de viajeros embutida de mala manera en esos asientos metálicos con
respaldo de cuero que abundan en los aeropuertos. Con lo fácil que sería
reemplazarlos por unos asientos individuales de madera que transmitan algo más
de calor humano. No sé, Rick, ¿tanto más caro es? ¿Por qué en los parques sí,
pero no en los aeropuertos? Al final, acabo yendo a cualquier cafetería cuqui
y, por ende, sacacorchos, en la que me toca resistir la mirada inquisitoria de
los dependientes por elegir algo demasiado barato (lo más barato, normalmente)
para el largo tiempo que me estaciono en su local.
Ahora que llevo
tanto rato masticando la palabra “aeropuerto”, caigo en la audacia y
prepotencia de aquel que la acuñó. O sea, tenemos estación de autobuses,
estación de trenes, puertos de barcos, pero no podemos tener estación o puerto
de aviones. No, el “puerto” debe venir después. Lo primero tiene que ser el
“aero”, el aire por el que vuelan los venerados Pegasos metálicos. Por agravios
comparativos de menor magnitud se han alzado pueblos en armas. Yo, desde el
gran altavoz mediático que me proporciona este blog, sólo puedo decir “Barcos,
trenes y autobuses del mundo, ¡uníos!”.
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