Hoy vengo a poner sobre la mesa mis dudas sobre Raimunda. Me lo paso genial
escribiendo sobre ella, pero creo que no hay material suficiente para hacer una
buena novela. Es muy difícil combinar el lado gamberro y cómico con el
dramático y no sé si estoy capacitado para ello. A la historia de Raimunda le
veo dos salidas, una con una carga dramática bastante fuerte y otra totalmente
hilarante. A la primera le veo el problema de que haga descarrilar la novela al
otorgarle demasiado peso a un episodio dramático que puede parecer algo
forzado. A la segunda le veo el problema de reducir todo Raimunda a una serie
de gags cómicos que no permiten profundizar suficiente en la psicología de los
personajes. Ya sé que la comedia y el drama no están reñidos. De hecho, mi
visión de la vida se basa en el entrelazado de esos dos mundos. Pero se
necesita una destreza y un virtuosismo para llevar a cabo esa fusión de los
que, por desgracia, carezco. Para colmo, la historia de Raimunda la escribo sin
un plan previo, improviso sobre la marcha, lo que dificulta aún más la complicada
tarea de aunar drama y comedia.
Creo que tengo tantas novelas en mi cabeza que en realidad no tengo ni una.
Me encantaría escribir muchas historias distintas que me parecen interesantes,
pero mi entusiasmo enseguida desfallece cuando pienso en la ejecución. Me rindo
por anticipado, lo que no tiene mucho sentido, ya que en ningún momento he
bosquejado un plan de acción. Soy un iluso pensando que me basta el entusiasmo
para escribir una novela. Una novela requiere dedicación y mucha preparación
del material. Seas escritor de brújula o de mapa, el acto de escribir exige
pensar antes con calma sobre qué se quiere escribir y a mí lo que me está
faltando es eso, la calma. No busco ningún hueco para sopesar bien mis ideas,
enseguida quiero ponerme a escribir. Y no. Una novela no se escribe a base de
posts en un blog. Pero volvemos a lo de siempre, desde bien pequeñito me he
caracterizado por ser una persona impaciente. Y, ay, qué perniciosa es la
impaciencia. Mal animal de compañía del que ojalá pueda desprenderme un día.
Cuando pienso en qué novela me gustaría escribir, en realidad pienso más en el tono, en la textura, que en su contenido concreto. Me gustaría escribir algo gracioso y castizo que beba de los guiones de Azcona y de los libros de Mihura. Otros días me levanto con ganas de escribir una novela que destape las costuras de la meritocracia. Centrarme en cómo las clases altas consiguen convencerse y convencer al resto de que poseen aptitudes superiores. Retratar a personajes de otras clases sociales que compran el discurso del statu quo y que se la pegan por el camino. Buscar el humor negro dentro de esa denuncia. Luego hay días que me entran las ganas de narrar una historia de afecto poco usual, como la relación entre una mujer viuda y el hermano de su marido muerto o la relación de unos hijos con los amigos de sus padres. Alumbrar rincones donde puede desplegarse un amor no romántico ni necesariamente familiar. Y, por supuesto, hay días en los que me planteo escribir una novela sobre la masculinidad, sobre el daño que produce sobre las mujeres y, por supuesto, sobre los propios hombres. Aprovechando el haberme desenvuelto durante tantos años en un entorno predominantemente masculino, sacar a relucir las dinámicas que rigen las relaciones entre hombres desde pequeños. No sé, es fascinante lo que les cuesta regalar un piropo a otro hombre, lo que les cuesta manifestarse el amor, la presión que se meten para “triunfar” con las tías. El miedo a ser “un maricón”. Y la de veces que en realidad tuvieron que ocultar que fueron “maricones”. Me gusta mucho la manera en que Vargas Llosa trata la virilidad en “La ciudad y los perros” y en “Los cachorros”. Yo no sé si a las chicas les pasa lo mismo, pero el miedo tan agudo que tiene uno de pequeño a hacer el ridículo o a mostrarse débil delante de otros hombres es tan asfixiante. Reproducir en una novela los códigos de comunicación masculinos y, por supuesto, la tendencia a rehuir responsabilidades emocionales. Hombres que desde pequeños están muy poco preocupados en escuchar y que, peor aún, apenas preguntan nada. Una de las piedras de toque de su comunicación: no hacer preguntas. ¿Para qué? A veces preguntar supone recordar el dolor y eso nunca es bueno. Las amistades entre hombres adolescentes no acaban nunca mal, a no ser que haya unos cuernos o deslealtades de por medio. Se dejan morir. No hay conflicto. No hay espacio para comentar lo que a uno le molesta. No hay conversación. Los hombres están muy solos. Y son las mujeres las que luego pagan la rabia y la tristeza que produce esa soledad alargada en el tiempo. Islas no comunicantes. Amigos que se juntan, pero que no se acompañan y menos aún se apoyan. Y ya ni hablamos de la presión por perder la virginidad, que es agresiva. Y qué importante, desde la mirada del niño y adolescente, buscar el calor en la mirada de las mujeres adultas de su entorno. Las únicas capaces de ampararlo. Sabes que pueden quererte y darte cariño a cambio de nada. No necesitan ponerte a prueba porque no están todo el rato compitiendo por hacerse camino y destacar. Saben cuidar. Y no hay nada que perciba antes un chaval que dos ojos que cuidan con la mirada. Mujeres adultas que escuchan a los niños que apenas saben escuchar porque no se les enseña y sus modelos masculinos hablan antes de escuchar. Hombres adultos que dan la mano a un chaval de diez años con tal de no darle dos besos. Padres que en el entrenamiento de fútbol hablan sin tapujos sobre mujeres, de manera nada decorosa. Padres que en el entrenamiento hablan hasta de cuánto les mide la polla. Padres que insultan al árbitro y que insultan a su hijo si comete un fallo. Padres que, en fin, no pueden supurar más machismo. Menos mal que el mío nunca ha sido así.
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