Hay múltiples libros y películas que rastrean la chispa del amor, ubicándola
normalmente en un intercambio inocente de palabras o de miradas que subyuga a
dos seres aparentemente despistados, abocándolos al delirio al principio y a la
sosegada -e igualmente plácida- bajada de la marea después. Al amor, incluso al
incubado con parsimonia, se le exige un origen. “Cuéntame cómo os conocisteis,
cómo os enamorasteis”, son interpelaciones que nos resultan familiares a todos.
Existe una curiosidad irrefrenable por conocer la genealogía de una relación
amorosa a pesar de lo imposible que resulta siempre rememorar el pasado sin
imprecisiones. Lo extraño es que este afán por representar y narrar el
estallido amoroso apenas se extienda a las relaciones de amor de otra índole,
es decir, a las que no son románticas, como las entabladas con familiares y
amigos.
Empujado por esta incoherencia que también afecta a mi curiosidad y que sólo
se me ha hecho evidente recientemente, he dedicado últimamente tiempo a
reflexionar sobre el surgimiento de mis amistades. Me ha bastado muy poco para
percatarme de que se trata de una tarea complicada y de que los amigos,
como los amores, pueden ser de muy distinto tipo. Hay amigos que siempre han
estado ahí y a uno le cuesta recordar una etapa de su vida en que no hayan
estado presentes. Hay otros amigos que aparecieron más tarde, pero que, sin
embargo, están adheridos a las vicisitudes de uno con la misma fuerza que los primeros.
Aparecieron no se sabe bien por qué ni cómo. Algunos existieron para nosotros
antes de convertirse en amigos. Sabíamos quiénes eran, incluso pudimos convivir
con ellos, pasando mucho tiempo juntos, sin que se tejiera una relación especial de
complicidad. Estaban en el paisaje de nuestra vida y un día de repente nos los
encontramos en bañador tomando el sol en la primera línea de nuestro día a día.
Son amistades graduales en las que cuesta localizar una chispa como la que
habitualmente se asocia a las relaciones amorosas en los libros o las
películas. Amistades que no se forjaron a partir de ninguna pasión, sino que
brotaron de algo mucho más sosegado y silencioso -y, por qué no, también más sólido-
como es la sensación de sentirse uno cómodo, seguro y cuidado al lado de otra
persona. Luego existen también amistades a primera vista donde sí es posible
identificar la luz de la primera llama. Amigos que entraron a nuestras vidas
por nuestros ojos antes de que se produjera una interacción alargada o
significativa con ellos, hacia los que parecíamos ya de antemano inclinados,
como si una fuerza invisible hubiera ya decantado a favor de las dos partes lo
que iba a resultar de nuestro primer encuentro.
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