Retumba en el descansillo el portazo que ha dado. Vibran las paredes. Llega
el ascensor. Raimunda entra y se mira en el espejo, que está salpicado por manchas cuyo origen es difícil discernir. Hay restos viscosos esparcidos en el
cristal. Hay puntos blancos cubiertos por una costra que huele a pasta de
dientes. Hay circulitos vacíos que parecen gotas de agua reventadas. Se coloca
bien el pañuelo, que se le había desplazado un poco con todo el meneo previo.
Saca del bolso las gafas de sol y se las pone.
Sale del edificio con la cabeza erguida y el bolso bien sujeto bajo la
palma de su mano derecha, que sitúa por encima del hombro. Raimunda podría
coger el autobús o el metro para acortar la distancia al cementerio, pero no
quiere. Los cuarenta minutos de camino le hacen notar el tiempo y si algo
quiere cuando va a visitar a su padre es apreciar los contornos de cada segundo
y de cada minuto. Le parece de justicia para con su padre, quien se ha quedado precisamente
privado de eso, del estiramiento involuntario de los segundos y de los minutos,
de lo que algunos definen con desprecio como monotonía, pero que no es otra
cosa que el discurrir silencioso de la vida, el fluir subterráneo, calmado y
sin aspavientos de las aguas del tiempo.
Emprende el camino de todos los domingos, que, por muy uniforme que sea, no
deja de presentar rasgos particulares cada nuevo día que es tomado. Camina a un
ritmo acompasado, casi ingrávido, como si el bullicio de la calle no fuera con
ella. Desde bien pequeña Raimunda ha contado con una capacidad asombrosa para
abismarse en sus pensamientos y olvidar el ruido del entorno. “Rumiadora, que
eres una rumiadora”, le decía su padre de pequeña. La primera vez que se lo
dijo ella respondió atónita, “¿pero eso no es lo que son las ratas?”. “jaja, cariño, no, las ratas son roedoras,
rumiadoras son las vacas, que arrancan la yerba y le dan vueltas y vueltas en
la boca, como haces tú siempre con los pensamientos que te vienen a la cabeza.
Nuestra pequeña filósofa. ¿A qué le das tantas vueltas?”. Raimunda de pequeña
nunca reveló qué guardaba en el desván de su interior. Le ponía múltiples
cerrojos a sus preocupaciones y nadie sino ella podía tener acceso a las llaves
que traspasaban ese fortín. Ahora le resulta irónico, como un guiño bromista
del destino, el que su ensimismamiento tenga el origen en su padre, la persona
que le hizo darse cuenta por primera vez de sus inclinaciones introspectivas y
a quien ya siempre asoció con ellas, dándole el crédito que merecía por haber
llevado a cabo un descubrimiento tan revelador sobre su personalidad. Asociaba
a su padre con sus propias inclinaciones introspectivas de una manera formal;
el nombre de su padre aparecía en la portada de sus cuadernos reflexivos,
ahora, sin embargo, la ausencia de su padre es la que carga la tinta que llena
de palabras el interior de esos cuadernos y no hay apenas acto de rumiar que no
esté relacionado con él, con su no existir.
Con la frente perlada de gotas de sudor y jadeando, Raimunda llega, al fin,
a la entrada del cementerio. Por inercia, se santigua al entrar. Frecuentar el
cementerio le ha servido para recuperar sus habilidades matemáticas. Ejercita
la cabeza haciendo cálculos mentales, como si fuera una concursante de Saber
y ganar. Coge el año de fallecimiento de cada lápida y le resta
inmediatamente el año de nacimiento. El producto es la vida. La vida vivida por
aquellos que ahora acompañan a su padre. Cuando el número resultante es
inferior a treinta, no puede evitar estremecerse. Qué injusticia, se dice a sí
misma. Quizá todas las vidas sean iguales, pero no así las muertes. Hay muertes
que uno concluye enseguida, sin ni siquiera necesitar conocer sus detalles, que
son más injustas que otras. De esta manera, Raimunda es consciente de que en su
cabeza hay una clara jerarquía en cuanto a lo que se refiere a la compasión que
le despiertan los compañeros póstumos de su padre. Aunque no sepa cómo fue
ninguno en vida, a los que más quiere son a Marina, a Juan y a Rocío, que
murieron con menos de diez años. Qué dolor. Pobres padres, se dice Raimunda cada
vez que pasa por las lápidas de los niños y las acaricia con mucho tacto y un
amor sincero con la intención de que reciban retrospectivamente su cariño, un
cariño que ahora también es extensible a los padres, que ya los acompañan en el
más allá, o en el más donde sea. En el no aquí. A saber cuántos de sus años -hace
la operación para calcular en las lápidas de alrededor la edad de los
progenitores- se pasaron llorando a estas pobres criaturas. Seguramente no
dejaron de llorarlos nunca.
Llega a la altura de la tumba de doña Josefina (86 años, se sabe la resta
de memoria), que murió hace apenas dos años. En la foto de la lápida tiene un
aspecto estupendo. Aparece lozana y sonriente. Su sonrisa destila bondad, generosidad
y una autenticidad que convoca inmediatamente la complicidad con ella. A
Raimunda le gusta que sea vecina de su padre, la tranquiliza. Seguro que se
preocupa por que su padre se sienta a gusto. En días como en los de hoy en los
que Raimunda visita el cementerio sin su madre, aprovecha para cantarle a doña
Josefina algunas de las canciones que más le gustaban a su padre, para que se
las cante de su parte y que, si se anima, la bailen juntos. Evidentemente, este
tipo de comunicación se produce de manera clandestina porque a Raimunda le
asusta que su madre se pueda poner triste si se entera de que su Isidoro tiene
una compañera de baile distinta a ella.
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