A los padres de Raimunda les gustaba tomar el pelo a sus clientes, sobre
todos a aquellos que se las daban de cultos y que iban al videoclub para hacer
alarde de sus conocimientos. Entre éstos destacaba De la Garza, un hombre de
cuarenta años repeinado y con una fina línea de pelos por encima de los labios
que daba la sensación de haber sido pintada con un rotulador negro. Llevaba un
bastón con una empuñadora dorada con forma de lámpara. Cuando pensaba, en lugar
de frotarse el pelo engominado, acariciaba la empuñadura del bastón. A través de ese extraño proceso ponía en
marcha los engranajes de su superdotada inteligencia. El sobeteo del bastón
acababa desembocando en un chorro desmedido de palabras. Engolaba la voz antes
de preguntar con cierta aspereza a Jacinta e Isidoro por qué no habían traído
la última película del director sueco X, de un nombre apenas comprensible. Era
el director más aclamado en Francia y menuda vergüenza que sus pelis no hubieran
llegado aún a España, con lo que era. Blandía el bastón como si de una espada
se tratara y señalaba con él a los padres de Raimunda con una mirada desafiante.
Menudo país de pandereta el nuestro, siempre a la zaga de la modernidad y del
progreso. Cómo se nota que en este país no hubo una revolución como la francesa.
Aquí se espanta a los reyes, como a Amadeo, pero no se los decapita. La de
neuronas que habríamos ganado con un poco de sangre monárquica derramada.
Neuronas y dignidad como país. Si es que cómo no se iba a quedar ciego Goya si tuvo
que ser testigo del harakiri que nos estábamos haciendo al darle la patada a
Pepe y abrazar las caenas de Fernando, el pollagrande. Los ciegos han sido siempre
el último reducto de lucidez en este país condenado al oscurantismo intelectual.
Evidentemente, a Isidoro y a Jacinta no les salía rentable hacerse con las
películas culturetas del gusto de De la Garza. No atraían a suficientes
clientes. Pero también era cierto que De la Garza era un cliente asiduo que
invertía copiosamente en el videoclub, por lo que a Isidoro y a Jacinta les interesaba tenerle mínimamente contento. Jacinta tuvo una idea muy
ocurrente. La gente como de De la Garza sólo quería ver películas que le
reafirmaran en su esnobismo. Lo importante no era tanto la película en
concreto, como la parafernalia alrededor de la misma. Había que imaginar
nombres complejos, indescifrables, y carátulas originales para dar forma a películas
que pudieran colmar el ego de clientes como De la Garza. Aunque llevara más
tiempo, era considerablemente más barato inventarse películas culturetas que
incorporar al catálogo del videoclub películas culturetas de verdad.
Jacinta se lo pasaba genial fantaseando sobre cuál iba a ser la siguiente
película de culto que iba a endosarle a De la Garza. No se imagina usted, señor
De la Garza. Lo que tiene ahora mismo en sus manos es una obra culmen. No se ha
hecho nada igual. Es transgresoramente rompedora. Una experiencia inmersiva
única. El director es del norte, de allí lejos donde hace tanto frío. La
película no está ni doblada al español, deberá conformarse usted con los
subtítulos, que nos los ha conseguido una estudiante de noruego de aquí de la
Complutense. Recién sacaditos del horno, los subtítulos. Los puedo oler desde
aquí. Mire, mire -y pegaba el plástico de la película a la nariz de De la
Garza.
De la peli de la que Jacinta e Isidoro se sentían más orgullosos era de la que
fabricaron basándose en las películas porno que guardaban fuera del alcance de
Raimunda, en la sala franqueada por la tela roja. Pocas veces se lo habían
pasado tan bien como en el proceso de montar El diamante en punta.
Hicieron una película objetivamente infumable, larga como para morirse sin
haberla acabado. Un total de 400 minutos de escenas inconexas de sexo salvaje
con más de cuarenta actores y actrices distintos. No intentaron ni dotar a la
película de un mínimo de coherencia. Todo lo contrario, se regodearon en su
carácter caótico. Sexo, sexo y más sexo en ocho idiomas diferentes que se
suponía que eran dialectos todos del finés. Ellos mismos habían escrito los
subtítulos que, evidentemente, nada tenían que ver con las palabras gemidas en
las películas porno que les sirvieron de material bruto. Trufaron los
subtítulos de extractos de La Crítica de la Razón Pura de Kant. Algunos sugerentes (“El origen de aquella
supuesta reina fue hallado en la plebe de la experiencia ordinaria; su
arrogancia hubiera debido por lo tanto, ser sospechosa, con razón”); otros que
hablaban de la marcha atrás (“Que la lógica ha llevado ya esa marcha segura
desde los tiempos más remotos, puede colegirse, por el hecho de que, desde
Aristóteles, no ha tenido que dar un paso atrás, a no ser que se cuenten como
correcciones la supresión de algunas sutilezas inútiles o la determinación más
clara de lo expuesto, cosa empero que pertenece más a la elegancia que a la
certeza de la ciencia”); y otros simplemente que volaban la cabeza de
cualquiera (“Si, como fundamento de nuestro puro conocimiento racional del ser
pensante en general, hubiera algo más que el cogito; si nos ayudáramos también
con observaciones sobre el juego de nuestros pensamientos y las leyes de la
naturaleza que de aquí se derivan, originaríase una psicología empírica, que
sería una especie de fisiología del sentido interno y podría quizá servir a
explicar los fenómenos de este sentido, pero nunca a descubrir propiedades que
no pertenecen a la experiencia posible ni a enseñar apodícticamente acerca del
ser pensante en general algo que se refiera a su naturaleza; no sería pues una
psicología racional”).
Los subtítulos para estos pasajes eran tan largos que ocupaban hasta dos y
tres escenas con actores distintos. Ahí residía en parte la naturaleza
rompedora de la película, pensaba De la Garza viendo la película mientras
acariciaba la lámpara de su bastón. El director había concebido unas líneas de
diálogo que eran intercambiables entre personajes, dándonos así a entender que
lo importante era siempre el mensaje. Nada es tan sagrado como el valor de la
palabra, que no puede someterse a la discrecionalidad de aquel que la emite. La
palabra está siempre por encima de su emisor, pues se contiene en ella la
sabiduría incontestable que es fruto del arduo esfuerzo de poda y conservación que
han hecho los hombres más virtuosos desde tiempos inmemoriales para garantizar la
pureza de la razón.
Raimunda recuerda ver llegar a De la Garza al videoclub después de su sesión
maratoniana de Diamante en punta. Estaba exhausto, pero debajo de esa
capa de agotamiento asomaba un sentimiento muy fuerte de euforia y orgullo,
como un gladiador que, después de pelearse varias veces con la muerte, ha sido
finalmente proclamado vencedor. Las ojeras le colgaban en la cara como los
relojes flácidos de Dalí y le llegaban hasta las suelas de los zapatos. Se
aproximó al mostrador y miró ufanamente a Jacinta y a Isidoro.
Qué razón tenía usted, Jacinta -dijo jadeante-. Esta película es una obra
maestra. Deliciosa -y se pasaba la lengua por los labios, saboreando los restos
de esa gran obra que ahora guardaría por siempre en su memoria-. Es rompedora y
de un calado filosófico extraordinario. Ojalá pueda llegar a la juventud de
este país. Es precisamente el tipo de conocimiento que se necesita para
erradicar nuestro paletismo crónico -y, mientras seguía con sus loas, alargaba la
película a Raimunda-. Pequeña Raimun, haz el favor de ver esta película e
ilústrate un poquito, que ya va siendo hora.
Raimunda recuerda cómo se abalanzaron corriendo sus padres sobre ella y le
arrancaron la película de las manos. No podía entender por qué no le dejaban ver
esa película que tan feliz parecía haber hecho al crítico más exigente del
videoclub.
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