No deja de resultar irónico que Raimunda tenga como referentes a un actor y
dos actrices que se caracterizaron casi siempre por ocupar un segundo plano en
las pelis en las que tomaron parte. Es irónico si uno tiene en cuenta la pequeña
Napoleona que se enconde bajo la piel tersa de Raimunda y que tantas risas y
reprimendas le ha merecido procedentes de su madre. En el mundo de verdad, en
el real y material que todo ser humano puede tocar con los dedos del pie,
Raimunda quiere ser el número uno, la protagonista del acontecimiento que
cambiará el sino de la humanidad. Sin embargo, en lo tocante al mundo
imaginario, aquel que es depositario de las ensoñaciones que cada uno cultiva
en el mundo real, Raimunda se conforma con adoptar un rol periférico. “Protagonismo
para los hechos, segundo plano para tus sueños”, es el lema de su vida. Sus sueños
le sirven para relajar sus aires de grandeza y así limar el alma perturbada propia de la persona sobre la que recae la inconmensurable carga de
enderezar el camino de la humanidad.
La pasión por el cine le viene de sus padres, que llevaron durante muchos
años el videoclub del barrio. No es que ellos tuvieran ni una pasión desmedida
por el cine ni tampoco ningún conocimiento técnico sobre cómo se hacían las
películas. Si se iniciaron en este negocio fue porque se jubiló don Hortensio,
el anterior propietario del videoclub, que era amigo y les planteó si querían
reemplazarle, que era una buena oportunidad para garantizarse ellos cierta
estabilizad económica. Jacinta e Isidoro, que llevaban años encadenando empleos
mal pagados, accedieron sin pensarlo dos segundos. Hicieron unas pocas reformas
y reanudaron la actividad del videoclub. Cuando Raimunda evoca su infancia, no
se proyecta dando saltos y hundiendo los pies desnudos en la hierba fría y
húmeda de un campo lleno de margaritas donde sólo puede respirarse aire puro. Para
Raimunda, los años felices de su infancia sólo pueden resumirse en volutas de
humo, procedentes de los cigarros de sus padres, diseminando las siluetas de
las estrellas de Hollywood que vivían encapsuladas en las carátulas de las películas
que se exhibían en las estanterías torcidas del videoclub. Lo que más recuerda
es su indecisión a la hora de elegir qué peli ver. Había tantas que podía
tardar horas en elegir una. Tanto tardaba que un día, en el instituto, para una
asignatura en la que le mandaron como tarea hablar de una película, ella se
inventó una propia que trataba precisamente sobre el interminable proceso de
escoger una película en el videoclub de sus padres. Aderezó el relato con dosis
de drama y de humor. La niña protagonista se veía estimulada por cada título de
película que leía. “Sólo los ángeles tienen alas”. “Qué verde era mi valle”. “El
hombre que sabía demasiado”. “El crepúsculo de los dioses”. “La quimera del oro”.
“Senderos de gloria”. Leía el título de cada película y daba rienda suelta a su
imaginación, se ponía a elucubrar sobre qué trataría cada película para
después, inevitablemente, llevarse un chasco al dar la vuelta a la carátula, leer
la sinopsis y pensar, convencida, que la película fraguada en su cabeza era
infinitamente más emocionante. Cuando sus padres leyeron el relato, que le
había valido el premio a mejor relato del instituto, le echaron una bronca del
copón, pues ese texto constituía un arma disuasoria para el resto de sus
compañeros de clase, quienes, abrumados ya sólo de pensar en lo estresante que
era el proceso de seleccionar una película, apenas iban a encontrar ningún
motivo para acercarse al videoclub. “Estos no han entendido nada”, pensaba
Raimunda para sus adentros.
Le hacía gracia que a sus padres les escandalizara esa menudencia, pues podría haber contado tantas otras cosas más jugosas relacionadas con el videoclub y que eran susceptibles de espantar de verdad a los clientes: a los potenciales y a los asiduos. Le había costado mucho no incluir un relato más pormenorizado de lo que era el día a día en el videoclub, exponer en público sus entrañas. Aunque primero merece la pena detallar brevemente cómo era la fisonomía del videoclub. Consistía en un bajo largo y algo estrecho que estaba partido por una línea recta sobre la que se colocaban a los dos lados estanterías repletas de películas. Al entrar, a la derecha, se encontraba el mostrador tras el que pasaban horas y horas sus padres: cobrando, haciendo labores administrativas, añadiendo nuevos productos de venta… En ese mostrador se vendía todo tipo de cosas: desde chuches a palillos para quitarse el trozo de maíz que se queda enraizado en la muela después de un buen atracón de palomitas. Se vendían también lejía y abanicos, y alguna que otra revista, como la Interviú.
Al final del videoclub, a la
derecha, había una habitación muy pequeña que tenía como puerta una tela roja.
Sus padres habían prohibido a Raimunda entrar en esa habitación y por eso mismo
había entrado en ella tantas veces. Se la sabía de memoria. Aunque, en realidad,
lo que le empujaba a quebrar la prohibición de sus padres no era tanto la prohibición
en sí misma como la actitud siniestra y esquiva de todos los clientes que se
dirigían hacia esa zona. Primero, le extrañaba que sólo los hombres se
acercaran a ella. Segundo, observaba un patrón de comportamiento en todos ellos
que le intrigaba sobremanera. Entraban al videoclub sigilosamente, sin cruzar
una mirada ni con sus padres ni con el resto de los clientes, con la cabeza
gacha. Se paraban primero en las estanterías a las que ella sí tenía permitido
el acceso, hurgaban en ellas con cierta apatía, como si carecieran de
cualquier entusiasmo para ver las películas que sujetaban en sus manos. A pesar
de la desgana evidente que manifestaban, cogían más películas que el cliente
habitual, como cuatro o cinco, lo que resultaba extraño, ya que apenas
disponían de dos días para verlas y devolverlas, so riesgo de ser penalizados
en caso de demorarse en la devolución. Una vez tenían en sus manos las cuatro o
cinco películas seleccionadas, se acercaban poco a poco a la habitación
franqueada por la tela roja. Avanzaban zigzagueando, dando pasos temblorosos y
escrutando, con una ansiedad palpable en sus ojos, quién había a su alrededor.
Esperaban de normal a que Pipo, el chucho de los padres de Raimunda, se alejara
de la zona caliente. Echaban una última mirada al mostrador, para asegurarse
también de que estaban fuera del campo de visión de los propietarios, y entonces
se decidían a descorrer la tela roja y a entrar así a la habitación prohibida
para Raimunda.
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