Raimunda ha heredado la obsesión por la muerte de su tía Dolores. Tiene
claro que la muerte es el gran acontecimiento de la vida de una persona, la
puerta que cierra el paso por el mundo a todos esos seres contingentes que se
atreven a habitarlo por un tiempo pensando, durante algunos accesos de grandeza,
que sus pisadas dejarán una marca imborrable. Ella a veces también se ve
afectada por alguno de estos arrebatos narcisistas. Se viste rápido, se calza
en el rellano mientras sujeta con una mano la puerta, la cierra y sale a la
calle con la cabeza bien alta, pisando bien fuerte el suelo, sintiendo que el
engranaje del mundo sólo se pondrá en marcha si ella lo aprieta con
determinación. Se coloca las gafas de sol y se embriaga con los rayos de luz
que le acarician la cara. Tiene claro que su existencia es única e irrepetible
y que, a pesar del montón de evidencia en contra de su intuición, ella es
inmortal. Se le dibuja una sonrisa en el rostro pensando en su inmortalidad, en
lo excepcional de su existencia. “Seré la primera en demostrar que el miedo a
la muerte es infundado. Viviré cien. Doscientos. Trescientos años. Viviré hasta
que me dé la gana y decida yo, por mi propia voluntad, bajarme del carro”. Porque,
eso sí, si algo tiene claro es que tampoco le gustaría pasarse todo el tiempo
viviendo. Por eso de no car en la monotonía. “A lo mejor estaría bien un descansito.
Poder interrumpir la vida y retomarla luego donde la dejaste, pero con las
energías repuestas”.
Estos ramalazos trascendentales se desvanecen rápido. Entonces no puede evitar
sentir una punzada en el pecho, un escalofrío, como si, de repente, se hubieran
colocado unas compuertas en el cielo que tamizaran la luz y redujeran su
temperatura corporal en varios grados. “Menuda putada, tú. Nos lanzan aquí
abajo y luego nos dan la patada. Sí, así de simple. Como la patada que voy a
dar yo ahora -y golpea una bola de papel de aluminio que se cruza en su
camino-. Jajajaja -se ríe, algo enloquecida-, menudo poder ese de determinar la
existencia de una persona a base de patadas. Qué humillante. Y menudo cobarde
de mierda el que nos la da, que ni aparece, que se oculta debajo de una capa
negra. Cagao, que eres un cagao -eleva bastante el tono, llamando la atención del
resto de transeúntes-. Ojalá me las pudiera ver contigo. Te daría tu merecido,
como hacía a la salida del instituto con los niñatos que se burlaban de mí. Te
daría tal patada en los cojones que te dejaría estéril y cortaría tu línea de
descendencia. Así dejarías de reproducirte y de darnos por saco a todos, so
cabrón. Y tres sopapos tan duros que te harían sonar las orejas como los
sonajeros de todos esos niños cuyas ilusiones has arrancado de cuajo a lo largo
de tu reinado del terror. Te abriría la tumba de cada cementerio. Y te metería
cada hueso de tus víctimas por la boca. Hasta que te atragantaras con tu propia
obra del mal. Y los huesos ingeridos cobraran vida una vez dentro de tu cuerpo.
Y se rebelaran. Y golpearan cada uno de tus órganos. Y presionaran fuerte hacia
fuera hasta hacerte reventar. Haría un gran fuego con la chispa que producirían
tus entrañas al explotar. Y te haría crepitar gemidos de dolor. Y te haría
chillar todos los agravios que has causado. Y bailaría a tu alrededor con una
botella de ron en la mano. Y te preguntaría quién es el vulnerable ahora. Quién
es el que somete a quién. Y te apagaría de súbito. Sin permitirte decir adiós”.
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