Raimunda ha quedado ahora con su amiga Silvia. Llevan siendo amigas desde
que son muy pequeñas. Son como uña y carne, como le gusta enfatizar a la madre
de Silvia. En casi todos los mejores momentos de la vida de la una ha estado
presente la otra. Raimunda conoce la vida de Silvia casi tanto como la suya
propia. Y al revés igual. Cuando Raimunda no recuerda algo del colegio o el
instituto, siempre consulta a Silvia, su diario andante. En la cabeza de Silvia
están registradas todas las vicisitudes de la vida de Silvia, desde cada lío
que ha tenido al resultado de cada uno de los partidos de fútbol que Raimunda
jugó cuando tenía entre diez y dieciséis años, pasando por cada discusión
fuerte que haya tenido con su madre, que no han sido pocas. Silvia es la
memoria externa de Raimunda, hasta el punto de que Raimunda a veces expulsa
ciertos recuerdos del desván de su memoria para hacer hueco a nuevos recuerdos
con la seguridad de que los recuerdos desterrados no expirarán y permanecerán
en la cabeza de Silvia.
A pesar de la ilusión que le ha hecho siempre quedar con Silvia, hoy le da
un poco de pereza. Es consciente de que está un poco mosca con su amiga. A lo mejor mosca no es la palabra. Se siente incómoda, que quizá sea peor, ya que es una
sensación que casi nunca ha asociado con Silvia. Con mucha otra gente sí, pero no
con Silvia. La cosa es que Silvia lleva saliendo con un chico -bueno, en
realidad, un señor, ya que es de su edad, pero Raimunda se niega a concebir a
su amiga y a ella como señoras- desde hace unos meses y está algo cambiada. No
sabe que le molesta más, si que traiga a este chico a sus quedadas y que, por
tanto, la intimidad que existe entre las dos se vea vulnerada; o que no se apunte,
pero que Silvia lo tenga todo el rato en la boca. Buff. Qué pesada se pone. Ahora
Silvia ya no existe. Se ha convertido en un ‘nosotros’ en el que se funde con
Javi, su novio, y que planea sobre cada conversación que entablan. “Nosotros es
que no sé qué haremos la semana que viene”. “El hummus casero que hacemos nos
sale buenísimo”. “Pues nos gusta mucho esta serie que han sacado hace nada en
Netflix”. “Hoy es que estamos súper cansados”. “Nos apetece mucho probar este
nuevo sitio que han abierto en la Calle de los Relojeros”. “Nos ha decepcionado
mucho la actitud de fulanito”. Y así sucesivamente. Raimunda está de este
plural mayestático hasta el choto. Le da rabia que su amiga se haya subsumido
en un ‘nosotros’ que no sólo anula a Silvia como ente autónomo e independiente,
sino que, como casi todo plural, esconde una frontera con los ‘otros’,
que al final son todos los seres humanos restantes, es decir, los no-Silvia y
los no-Javi. Cuando Silvia está a solas con Raimunda y ese plural es invocado,
en realidad es ella la única que está siendo excluida, la única representante
en cuerpo presente de los ‘otros’, de los no-Silvia y los no-Javi, lo que,
inevitablemente, le hace sentirse triste y desacoplada.
No es algo específico de Silvia. Raimunda es consciente de que casi todo el
mundo incurre en las mismas dinámicas posesivas cuando está en una relación. De
hecho, no es la primera vez que le pasa a Silvia, aunque quizá, como llevaba
tanto tiempo soltera, Raimunda ya se había olvidado de la materialidad de ese
comportamiento. Lo había guardado en su cabeza de manera abstracta, despojándolo
de la capacidad de causarle ningún daño. La propia Raimunda también había empleado
ese plural absorbente en el pasado, en sus primeros meses con Toni, por
ejemplo. O en las semanas en que estuvo saliendo con Margarita. Lo utilizaba
para fortalecer el lazo con la otra persona, para hacerlo más explícito.
Raimunda piensa ahora en todas las maneras en las que las personas en una
relación actúan en público para reforzar la imagen de sí mismas como seres
enamorados. El uso reiterado de apelativos cariñosos como ‘amor’, ‘cariño’, ‘cielo’,
‘mi vida’, ‘corazón’, etc. Que sí, que muchas personas lo utilizarán también en
la intimidad, pero ella tiene la sensación de que mucha gente abusa de su uso
en público, si no es que los esgrime especialmente en ese ámbito. “Mirad lo que
nos queremos. Nos llamamos de manera especial, pero a ti te llamo por tu nombre,
que no eres miembro del selecto club de Cupido”. Caricias, toques, manos
entrelazadas. Debajo de la mesa y, sobre todo, encima de ella, para que se vean.
Para hacer ostentación. Besos, muchos besos. Con lengua y sin lengua. Cortos y
más largos. No les incomoda que haya gente alrededor, ese es, más bien, uno de
los incentivos principales para comportarse como se comportan. En las cenas de
amigos se sientan al lado. Da igual que ya vivan juntos o que lleven sin ver a
los otros amigos meses o hasta años. No pueden permitirse ni una fisura en la
manifestación de su amor. Ni los platos ni las sillas ni los vasos ni las
servilletas pueden imponer un dique al amor incesante y desenfrenado que bombea
sus corazones. Bueno, y ahora lo peor: posts en Instagram diciéndose cuánto se
quieren y cuánto se necesitan, aunque estén el uno delante del otro y se lo
puedan decir perfectamente a la cara. Para Raimunda, Instagram ha magnificado
todos los males de los cupiders. “Joder, en el tiempo que ha dedicado a
escribir esa parrafada de mierda le podría haber hecho una mamada legendaria”.
Hay otro comportamiento de las parejas en público que también le saca de
quicio. No puede soportar cuando se pican continuamente, se dejan mal modo en
broma o se lanzan pullitas y borderías. “Sí, ahora aquí dice que es cuidadoso,
pero luego es un pasota que no veas”. El otro se da por aludido y se hace un
poco el indignado. Le mira algo triste. Le manda una señal clara de que le ha
molestado. Y le contesta. “Sabes que no es así. Yo hago esto y esto y esto. Tú
eres la desordenada. Que joder cómo dejas el salón después de jugar a la play”.
Ella le responde. Y vuelta a empezar. El resto de las personas se convierten en
espectadores de la discusión, lo que equivale a decir que se convierten en
espectadores de la pareja y, por tanto, del amor que los une, que en este caso
aparece tapizado con reproches y palabras no muy agradables, pero que, a
efectos prácticos, se supone que sigue siendo amor. Se dan una tregua, pero enseguida
vuelven a trufar la conversación con sus pullitas y sus comentarios en clave
íntima. El resto de las personas se convierten en meras casillas por las que
hay que pasar cada x minutos para hablar directamente con el otro miembro de la pareja y tirarle
de las orejas. Algunos conciben una discusión en público como la continuación
del amor por otros medios. Paradójicamente, ratifican su relación de amor a
partir de la negación fáctica de ese amor. Entienden que las astillas de su relación son más
importantes que cualquier otra cosa.
“Joder -piensa Raimunda-, menuda pereza me da quedar con la Silvia mayestática hoy”.
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