El padre de Raimunda murió hace unos meses. Cada
dos domingos va con su madre a visitarlo al cementerio. Nunca pensó que los
domingos pudieran ser tan tristes. Desde pequeña, había asociado este día de la
semana con sentimientos alegres y festivos, pues era el día en que se reunía
toda la familia: primos, hermanas, tíos, abuelos… Ahora el domingo, sin
embargo, se ha convertido en el día de las ausencias, en el día de los
fantasmas a los que tiene buscar porque no se le aparecen lo suficiente.
Se visten de luto las dos. Ella se enfunda unos
vaqueros oscuros y una chaqueta de cuero que, aunque no es muy elegante, es
negra, y eso es lo único que importa. Su madre se pone un vestido largo de seda
y se cubre la cabeza con un pañuelo. Lleva el abanico en la mano. El cementerio
les pilla a una hora andando desde su casa, pero Jacinta se niega a coger un
taxi. Ella, aunque haya salido el día anterior y tenga una resaca de pa’ qué
que intenta tapar con sus gafas de sol, ha sido educada en la veneración a los
muertos. Una debe sacrificarse por aquellos a los que quiere y que ya no están
aquí, así que al cementerio se va y se vuelve andando, haga cuarenta grados o
menos veinte. El luto no entiende de complacencias. Raimunda ha aprendido a
hacer lo que dice su madre sin rechistar. No merece la pena llevarle la
contraria.
Llegan jadeando al cementerio. Raimunda suda
mucho. Se da cuenta de que lo de la chaqueta de cuero no ha sido muy buena idea.
Jacinta le pide a su hija que pase ella primero, que antes de entrar necesita
rezar por todos los muertos que habitan ese lugar lúgubre, que una vez dentro
se vuelve demasiado incompasiva y selectiva en su tristeza, sólo piensa en su
Isidoro y se da cuenta de que ignora a los demás. Raimunda avanza hacia el
final del cementerio, donde se halla la tumba de su padre, justo delante de una
fila de cipreses. Cuando de pequeña iba al cementerio a ver a los abuelos, su
padre le decía que se fijara en que casi todos los cementerios tenían cipreses.
“Los mejores amigos de los muertos”, solía decir. “Los únicos confidentes que
les quedan cuando ya no les queda nadie más”. Ella le preguntaba que por qué no
ponían otros árboles más bonitos y alegres, que tuvieran flor al menos. Su
padre le respondía que a él los cipreses le parecían muy bonitos y que la razón
principal por la que se colocaban en los cementerios era su altura. “Los
muertos necesitan árboles altos a su alrededor para poder escalarlos por la
noche, cuando nadie los ve, y sentirse más cerca del cielo”.
Raimunda no le ha dicho nada a su madre, pero
lleva dos meses dándole vueltas a una cosa que la intriga sobremanera. Cuando
llega a la tumba de su padre los domingos, se encuentra con que alguien se le
ha adelantado y puesto un ramo de flores preciosas y frescas sobre el mármol. Cada
domingo sucede lo mismo. Ella, con mucho cuidado, las aparta en un lateral y coloca,
en su lugar, el ramo que han confeccionado con mucho cariño su madre y ella. Su
padre era una persona muy introvertida que no tenía muchos amigos y a quien apenas
le quedaban familiares, así que le cuesta pensar en quién, aparte de su madre y
ella, puede seguir profesándole ese afecto tan militante.
Una vez ha terminado de rezar por todos los
muertos del lugar, Jacinta alcanza a Raimunda. Llega dando pasos muy cortitos.
Le gusta paladear el tiempo cerca de su marido. Saca de su bolso el plumero
para quitar las hojas y los bichitos que ensucian la tumba. Con un flus-flus
limpia con agua la superficie. Luego lustra el mármol con la bayeta, dejándolo,
como le gusta decir, como los chorros del oro. Se le caen unas lagrimillas cuando
pasa el paño entre el hueco de las letras del epitafio de su marido, que reproducen
su coletilla favorita: “Que me quiten lo bailao”. Su Isidoro se pasaba todo el día
empleando esa frase. La utilizó cuando, después del primer infarto, le dijeron
que no podría beber más alcohol. Y cuando se lesionó de la rodilla de joven y
tuvo que dejar el fútbol. También la utilizaba sin mucho sentido, como cuando entraba
en un restaurante y le decían que estaba lleno y que no tenían sitio. “No pasa
nada, que me quiten lo bailao”, le decía al camarero, que se quedaba mirándole con cara
de estupor. Recurría a esa coletilla para salir del paso, como un salvavidas o
un comodín al que se aferraba cuando se encontraba desubicado y no sabía muy
bien qué decir.
A Jacinta siempre le ha gustado buscar la
literalidad detrás de las metáforas. Cada vez que su Isodoro masticaba su
coletilla favorita, ella recordaba el día en que se conocieron bailando en las
fiestas del pueblo de él. A ella le habían dejado tirada sus amigas esa noche.
Él también estaba solo, pero en su caso por placer, porque la compañía le
agobiaba mucho más que la soledad. Después de varios minutos de duda, ella dio
el paso y le sacó a bailar. Se pasaron bailando toda la noche, hasta que la luz
de los focos de la verbena fue reemplazada por la del alba y la música que
salía de los instrumentos de los músicos se trocó, de repente, en sonoros ronquidos
que resonaban por todos los rincones de la plaza. Ellos siempre decían que se habían
casado por convención social, porque en realidad llevaban casados desde el
primer día en que se conocieron. Ese primer baile forjó y rubricó al mismo
tiempo el amor que los mantendría unidos el resto de sus vidas.
Cuando Jacinta escuchaba a su marido decir que le
quitaran lo bailao, su querencia por la literalidad le hacía imaginarse a
alguien cogiendo una goma e intentando borrar todas las noches en las que habían
bailado los dos juntos, pero eran tantas estas que no había goma lo
suficientemente grande como para eliminarlas todas. También se imaginaba a un señor
intentando engancharlos con un látigo mientras bailaban para luego soltarlos
como una peonza y hacerlos retroceder al momento previo a todo divertimento, haciendo
así que desbailaran todo lo bailado. Pero era imposible. Bailaban con tanta fuerza,
energía y pasión que siempre conseguían escabullir el cerco.
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