Después de un día de mucho trabajo y mucho
alcohol, Raimunda llega por fin a casa. Tira el abrigo en el sofá de la entrada
con desgana y va al baño a vaciar parte de lo que ha bebido. Se baja los
pantalones y las bragas mientras se agacha para sentarse en el váter en un
movimiento automático. El chorro tarda un poco en salir. Apoya los codos en los
muslos y sujeta la cabeza con la mano derecha. Masca los dos chicles de Hacendado
que se ha metido en la boca antes de coger el metro y que dan vueltas en su
boca como la ropa en el tambor de la lavadora. No saben a nada. Ni siquiera a
plástico. Mira el techo con impaciencia, exigiendo a su pis que salga ya, que
no tiene todo el día. Se destaponan las tuberías y empieza a salir un chorro
potente. Se entretiene con el sonido. Se siente poderosa al expulsar líquido de
su cuerpo con tanta fuerza, como cuando de pequeña disparaba a sus amigos con su
pistola de agua. El pis golpea el agua de abajo y la torna amarilla y espesa,
al tiempo que llena el baño de un hedor desagradable. Sin parar el chorro, tira
de la cadena para deshacerse de ese olor, que sí le molesta. Cuando se queda
sin más reservas, arranca un trocito de papel higiénico del rollo, se limpia y lo
deposita en el agua. Se coloca las bragas y el pantalón mientras se levanta, en
un movimiento igual de mecánico que el primero, baja la tapa y tira de la
cadena.
Va a la pila, enciende el grifo y coge el jabón.
Se frota meticulosamente las manos. Levanta la mirada y se encuentra con una
imagen que le resulta al mismo tiempo familiar y extraña. Sabe que es ella,
pero le cuesta reconocerse en la persona que ve reflejada en el espejo. Se toca
la cara, la palpa delicadamente. Deja que sus dedos bailen por las bolsas de
debajo de sus ojos. Acaricia las arrugas que cubren las mejillas que en su cabeza
son todavía lisas y rosadas. Inspecciona la profundidad de los pliegues de su
piel. No son muy profundos y, sin embargo, lo son. Se hacen notar. No puede
obviarlos. O, al menos, no ha aprendido a hacerlo. Se pregunta cómo ha podido
perder tanto relieve su cara. Cómo se ha podido atrofiar tanto su piel. Quién
la ha machacado. Quién le ha dado ese puñetazo alargado en el tiempo que ha erosionado
todas sus facciones.
Su madre le dice siempre que abrace sus arrugas y
que las cuide, que cada hendidura de su piel contiene algo de sabiduría y que la
alternativa es de lejos peor: o convertirse en una barbie de silicona o
palmarla. A Raimunda no le consuelan las palabras de su madre. Ella está
convencida de que su piel es arcilla en manos de un dios que la moldea y que
marca con fuego sus faltas para que no las repita. Cada arruga es una señal, un
castigo, el recordatorio de que no debería haber llevado la vida que ha llevado.
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