Dolores siempre se ha reprochado vivir demasiado
pegada a la realidad, carecer de creatividad para imaginar un mundo distinto al
que habita. A sus amigas y amigos les encantaba jugar a indios y vaqueros o a
superhéroes. A ella ni siquiera le gustaba jugar con muñecas, menudo peñazo.
Intentaba pensar en historias como las de su hermana Jacinta, que eran siempre
muy fantásticas, pero no tenía el ingenio necesario para ello. Por las noches la
creatividad tampoco respondía a sus llamadas. No recuerda haber soñado nunca
nada. La gente se escandaliza cuando le oye decir eso. “Seguro que sueñas algo,
pero no te acordarás, como nos pasa a casi todos”. Ojalá, piensa ella. No sólo
no sueña, sino que le cuesta una barbaridad pensar sobre qué soñaría en caso de
que pudiera soñar. La realidad cubre con un manto opaco su vida entera, no hay nada
más allá de sus confines. Su vida está trenzada únicamente de hechos, hechos y
hechos, es decir, de presente y de mucho pasado.
Se acuerda de todo. Tiene una memoria portentosa
que lleva ejercitando desde que era una niña. No sabe por qué empezó, pero
desde que tiene cinco años se ha esforzado por esculpir en su memoria cada
fecha importante para su familia. Cada mañana, lo primero que hace al despertarse
es erguirse y recitar sobre su cama las efemérides del día en cuestión. 10 de marzo.
Nacimiento del tatatatarabuelo Marcelino, el Leches. Vuelta a casa de Ramiro,
el tío abuelo, después de que le hubieran dado por muerto durante cinco años. Muerte
de Sancho, el burro predilecto de papá. Caída del primer diente de leche de su
sobrina Raimunda. Aniversario de boda del hijo de Margarita.
El ritual se va alargando conforme pasan los años,
ya que aumenta el número de personas a las que tiene que hacer hueco en el
desván de su memoria. Según su sobrina, puede llegar a pasarse hasta hora y
media encima del colchón escupiendo hechos como una escopeta de ferias. Hasta los 29
de febrero, fecha desangelada donde las haya, puede dedicar más de media hora a
recordar hitos familiares. Dolores, a pesar de entregarse con tesón a su
ejercicio memorístico, se odia precisamente por ser incapaz de fabular historias
que le permitan transportarse a un mundo algo más luminoso y menos monótono del
que es o ya fue. Tiene empacho de presente y, sobre todo, de pasado.
Lleva toda su vida pensando en su funeral. Cuando
era pequeña y estaba triste y deprimida, sin ganas de hacer nada, se consolaba
pensando en él. La Iglesia estaba abarrotada. Sus familiares acudían de
todas partes del país. No faltaba ni uno. Hasta la abuela Bernarda, que fue
siempre arisca, tirante y muy, muy bruta, gemía de dolor y se desinflaba de
tanta lágrima que vertía sobre su pañuelo de tela. El pañuelo con el que luego fue
enterrada. Sus amigas también lloraban desconsoladamente. Incluso las que a
veces le hacían rabiar y le pinchaban en el patio del colegio. No faltaba el chico de turno de quien estuviera enamorada. El Soplidos. Juan. El
Lechuga. Todos habían ocupado un banco en la Iglesia el día de su funeral. Eran
siempre los más devastados. Aparecían, además, arrepentidos. Con
las manos juntas colocadas entre las piernas y la cabeza gacha. Eran
conscientes de que ya no podrían sincerarse nunca con Dolores y confesarle cuánto
la amaban.
Con el paso de los años, Dolores va actualizando los
asistentes de su funeral, que todavía no ha sucedido y que, por lo tanto, es
figurado. Pertenece al universo de lo no real. Bien pensado, se dice, es la primera obra, y seguramente la única, fruto de su imaginación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario