En estos tiempos en los que el pesimismo se vuelve
a cernir sobre nosotros, me fuerzo a pensar en cosas luminosas. Estos últimos
días he pensado mucho en un hombre espigado, de andares ligeros, gafas pequeñas
y voz muy suave. Se llamaba -y supongo que todavía se sigue llamando, aunque
hace bastante que no sé de él- Juan Luis Ramos y fue mi profesor de castellano
en segundo de bachillerato. Vestía muy sencillamente, normalmente unos
pantalones de pana y un jersey de tono oscuro. Sus movimientos eran siempre comedidos,
exentos de cualquier tipo de atolondramiento. Era una persona circunspecta y
tranquila. En concordancia con la personalidad que estoy describiendo, se reía
de manera muy discreta. También sonreía mucho, de modo que, siendo serio, nunca
resultaba imponente. Todo lo contrario, desprendía candidez. Su
presencia era muy agradable y ejercía un efecto balsámico -y
también hipnótico- sobre su entorno.
Era elegante a la hora de hablar de sus compañeros y de sus alumnos. Lo era hasta en la manera en que sujetaba la tiza y escribía en la pizarra versos de Miguel Hernández. Tenía mucha mano izquierda. Sólo así se puede
explicar que desempeñara el cargo de jefe de estudios con tanta solvencia y sin
granjearse ninguna enemistad entre el alumnado, y mira que fueron tiempos
convulsos en el IES Barri del Carme, con mucho parte y muchas raciones de “te
espero a la salida del instituto”. Me acuerdo de cruzarme alguna mañana con él
de camino a clase. Caminaba ensimismado escuchando música. Esa estampa me transmitía
-y me sigue transmitiendo hoy, tantos años después- una sensación muy profunda
de paz. Una paz que no parecía caída del cielo, sino que resultaba más bien
fruto de una deliberación alargada, de mucha experiencia y de alguna que otra
resignación.
Juan Luis era, para colmo,
extremadamente divertido. Tenía una ironía muy fina. Mi hermana y yo, que
fuimos sus alumnos en años diferentes, seguimos comentando los correos que
enviaba. No tienen desperdicio. Unos días antes de la selectividad, nos envió uno
con sugerencias para que nos ajustáramos a los noventa minutos del examen de
castellano. Empezaba así: “Queridas y queridísimos: Sin ánimo de romper vuestra
decidida concentración, sin ánimo de turbar vuestro retiro
espiritual, pero con la voluntad manifiesta de servicio al alumno/a que
caracteriza a este departamento de Castellano (y por el mismo precio), os envío
un archivo con unas sugerencias para la preparación de vuestro examen”. Entre los distintos ejercicios que proponía,
el que más gracia me ha hecho siempre fue este: “Método del reloj de cuco: Instala en tu casa dos o tres relojes de
cuco y prográmalos para que cada noventa minutos, el pájaro salga de la casita
y avise. Es muy efectivo. El inconveniente de este último método es que muy
posiblemente al segundo día tus padres te echen de casa. Si así fuera, no
olvides llevarte contigo los relojes allá donde vayas y seguir practicando”.
En Navidad de 2012 también nos
envió un correo muy gracioso para recordarnos las tareas que debíamos entregar
a la vuelta: “Debéis enviarme el trabajado antes de que acabe el año. Es decir,
cualquier trabajo que me llegue con posterioridad a la duodécima campanada del
31 de diciembre será redirigido inmediatamente a la papelera de reciclaje. Todo
esto, claro, en el supuesto caso de que los mayas no tengan razón. Si la
tuvieran y el mundo se fuera al garete el día 21, quedáis eximidos de hacer
cualquier cosa. A no ser que las religiones tengan algo de razón y nos
encontremos en el más allá. En este caso, cuando os dejen llegar al Paraíso me
entregáis los trabajos. Yo os esperaré allí. Sed juiciosos estos días. Que no
se acabe el mundo no quiere decir que os tengáis que ir por ahí a celebrarlo a
todas horas”.
En el instituto a algunos profesores les gustaba competir por ver quién había escrito más manuales de segundo de bachillerato. Juan Luis, sin embargo, siempre fue muy modesto. Nunca le gustaba hablar de sí mismo. Tanto es así que nunca nos dijo que había publicado tres poemarios en los ochenta. Le incomodaba tanto la notoriedad que decidió dejar de publicar sus poemas en 1983, cuando apenas tenía veinticinco años. Nosotros nos enteramos de todo esto hace sólo cuatro años, cuando salió a la luz un volumen que recoge los distintos poemarios de Juan Luis y que le valió el Premio Ciutat de Barcelona de Literatura castellana de 2017. A mí se me cae la cara de vergüenza cuando recuerdo un día en clase en el que, en un acceso de vanidad, le enseñé unos versos que había escrito y que me planteaba presentar para el concurso de poesía del instituto. Con la elegancia que le caracterizaba, me dijo de la manera más eufemística posible que era una birria de poema (“la rima no está muy conseguida, ¿no?”). Y no le faltaba razón. Era un poema lamentable al que no me he atrevido a volver nunca.
El volumen publicado en 2017 se
titula con “Con pájaros que ignoro”. Lo he estado leyendo estas últimas noches
y la verdad es que es emocionante descubrir que hay razones para admirar todavía
más a Juan Luis. Comparto aquí la primera parte de “Balada del indiferente”, el
poema que más me ha gustado:
“A orillas de cualquier
estado
bajo un cielo
tachonado de bengalas
y pájaros
errantes,
se tiene la
sensación, se tiene
la poderosa
sensación de que una manzana
cualquiera,
mojada de
escarchas infantiles,
al caer sobre la
hierba donde quizá un par de enamorados
vivieron con
cánticos de júbilo
y aullidos
deportivos
la certeza
profunda de su amor,
una dulce y
purpúrea manzana
al caer
arrastra en su
caída el paisaje,
el cielo tachonado
de bengalas
militares y globos
multiformes,
el paraíso y sus
colones.
Los dardos de la
melancolía
buscan nuestra
garganta y se tiene
una vez más la
sensación
de estar de sobra
en este cuarto destartalado
con polvo centenario
y frío
lechoso que
llamamos mundo.
Ni siquiera la
ardiente mirada
sobre una vieja
estampa familiar
desde cuya hondura
un vago fantasma dice adiós
enternece
un pecho endurecido por la fatiga”.
Qué rabia me da no poder recordar con nitidez cada
una de sus clases. Cuántas horas delante de él se han ido, en contra de mi
voluntad, por las cañerías del olvido. El pasado es avaricioso y sólo nos permite
quedarnos con jirones de lo que vivimos. En el caso de Juan Luis, por
suerte, son jirones expansivos con capacidad de alumbrar toda una juventud, desde
su etapa más embrionaria a la más madura. "Los días y las noches están
entretejidos de memoria, nombre que damos a las grietas del obstinado olvido". Aunque
haya olvidado mucho, recuerdo lo más importante: que Juan Luis era un profesor espléndido
que nos trataba a todos con mucho respeto.
PD: En este link podéis ver y escuchar a Juan Luis recitando uno de sus poemas: https://www.rtve.es/play/videos/pagina-dos/pagina-dos-poema-juan-luis-ramos/4520871/
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