Jacinta, la madre de Raimunda, no se pierde ni uno de los partidos que juega
el Atleti en el Wanda. El día de
partido, se pone sus mejores galas y va al Mercado del barrio con una foto de su hija. En la foto aparece Raimunda con el uniforme de
segurata y varios jugadores disputando un balón detrás de ella. Algunos de los
vendedores, sobre todo Raquel, la de la frutería, y Paco, el carnicero, comparten
con fervor su entusiasmo. Siempre preguntan a Jacinta por su hija. “¿Cómo va la
Raimunda? ¿Qué se nos cuenta?”. A ellos también les gusta presumir. Cada vez
que sale a la luz una noticia sobre un jugador del Atleti, les gusta decir a
sus clientes que ellos poseen información privilegiada, ya que “una
cliente tiene una hija muy cercana a los jugadores”. No importa si la cercanía
es física o personal. “A la hija la conocemos desde que era bien pequeña. Desde
que era así -señalan el suelo para indicar la estatura-, te lo juro. La hemos
visto crecer. Ay, la Raimunda. Qué apañá ha sido siempre la jodía”.
Raimunda juega un partido cada dos semanas, la frecuencia con la que el
Atleti juega en el Wanda. Menos mal, piensa siempre Jacinta. Así le da tiempo a reponer energías entre partido y partido. Ella lo tiene claro: el
Atleti pierde más a menudo cuando juega fuera de casa porque su Raimunda no
está ahí. Muchas veces le ha preguntado por qué no le dejan trabajar también en
los estadios de los equipos rivales. Los días antes del partido, Jacinta es un manojo de nervios: se muerde las uñas, va al baño cada quince minutos, pone en su
radiocasete rock and roll, bebe muchas cervezas, se golpea con los muebles de
la casa, transformando su cuerpo en un mosaico de moretones… Lo peor sucede en la
víspera. No hay manera de que concilie el sueño. Ni contando ovejitas ni
contando con cuántos hombres se acostó/hizo guarradas antes de casarse y dar a
luz a Raimunda. Ramiro. José. Ramón. Miguel Ángel. El Chechu. Vicente. El Seta.
Manolo. Y un largo etcétera incapaz de producirle ni un amago de bostezo.
Las horas antes del partido se calza las botas que usaba su hermano Juan,
en paz descanse, cuando jugaba al fútbol con catorce años en aquellos
tiempos lejanos. Camina por la casa con ellas puestas. No se las quita ni para
cocinar. Además, como es supersticiosa hasta la médula, anda dando saltitos
para evitar pisar las rayas de los azulejos del suelo. Coloca una vela a Santa Rita
al lado de la tele. Reza por la salud de su hija. Le pide al Señor que se
apiade de su Raimunda, que es una buena muchacha, aunque a veces tenga mucho
genio y no la aguante ni la madre que la parió.
Se acomoda en el sofá media hora antes del partido para seguir la previa. Después de encadenar varios días de mucho agotamiento físico y pocas horas de sueño, se queda frita a los pocos minutos. Cuando se levanta y ve que el partido ya ha acabado y que en la pantalla sólo aparecen unos monigotes en un concurso que le importa un comino, aprieta los dientes de la rabia y deja salir de su boca una cadena interminable de maldiciones. Una vez se tranquiliza, se propone enterarse de cómo ha quedado el partido. Como es mujer de costumbres arraigadas, se niega a comprobar el resultado en el móvil. Prefiere el teletexto. Si ve que el Atleti ha perdido, los nervios vuelven a aflorarle. “Tener madres para esto. Raimunda no me lo va a perdonar nunca. ¡Si es que no debo relajarme ni un momento!”. Se va a la ducha para quitarse el sudor acumulado y empieza los preparativos para el siguiente partido.
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