Voy a una cena de gala a uno de los colleges más
antiguos de la ciudad. Se fundó en 1263 y el edificio que lo alberga ahora, a
pesar de haber sufrido multitud de reformas, conserva un aroma clásico
inconfundible. Es una especie de castillo gótico, con una fachada majestuosa,
que a todo el mundo le recuerda a Hogwarts. Hay que vestir traje y chaqueta,
con corbata incluida. Yo me he puesto tan pocas corbatas en mi vida que todavía
no sé hacerles el nudo. Intento recurrir a un vídeo muy didáctico de Youtube,
pero tengo tanta prisa que mis manos torpes y poco habilidosas me fallan más de
lo que acostumbran. Salgo de casa con la corbata guardada en el bolsillo, con
la idea de pedir a alguien que me haga el nudo allí. Y así lo hago. Delante de
la imponente puerta del edificio, empiezo a tantear a ver quién puede hacerme
el apaño. Muy amablemente, un escocés se ofrece a ayudarme. Es unos años mayor
que yo. Me dice que tiene mucho entrenamiento en hacer nudos, sobre todo para
sus hijos. Después de un primer intento fallido, rodea mi cuello con la corbata
para calcular bien la medida. Me siento algo ridículo y fuera de lugar rodeado
de tanta gente que parece estar perfectamente familiarizada con la idea de
vestir traje y chaqueta un martes cualquiera. Aunque debo reconocer que, debajo
de esa leve sensación de vergüenza, asoma cierto sentimiento de orgullo y
rebeldía. Me gusta sentir que no soy uno de ellos y que, por suerte, apenas he
tenido que vestirme tan formalmente en mi vida.
No vuelvo a ver al escocés hasta después de la
cena, en el bar al que vamos a tomar unas cervezas, pero me quedo dándole
vueltas a la idea de que tenga hijos y de que se haya ausentado de su casa un
martes por la noche para una cena que no tiene ninguna trascendencia especial. En
realidad, una parte de mi subconsciente empieza a levantar red flags por
todos lados. No conozco nada de su vida, pero me basta una frase para fabricar la
sospecha de que es mal padre y de que no colabora en las tareas del hogar. Lo
sé, estoy siendo muy prejuicioso, pero imagino que si me vienen todos estos
prejuicios a la cabeza por algo será. Quizá no sea culpa suya, sino de todos los
hombres de esa calaña con los que me he cruzado en mi vida. Hombres que tardan
dos segundos en desatender sus obligaciones domésticas y que, las pocas veces que
las atienden, les gusta que les saquen en volandas de la cocina. Por menos no
se prestan a ello.
Cuando me reencuentro
con él en el bar, no puedo evitar preguntarle por su hijo o hijos (no me había quedado claro si
tenía más de uno). Me responde que tiene tres y que el más pequeño acaba de
cumplir seis semanas. Me quedo asombrado y mis prejuicios se elevan al cubo. Saca
el móvil y me muestra la foto del más pequeño. La verdad es que es una monada y
enseguida me dan ganas de que me caiga bien. Me ablando. Pienso que quizá no está
tan mal que haya venido a la cena, que a lo mejor tiene un acuerdo con su mujer
que permite que los dos disfruten de algo de vida social. Quizá mis padres hicieron
lo mismo cuando mis hermanos y yo éramos pequeños. Me doy cuenta de que nunca
se me ha ocurrido preguntarles a mis padres cómo organizaban su tiempo cuando nacimos.
El escocés se siente cómodo hablando. Tiene una
dicción muy clara y una seguridad en sí mismo bastante grande. Le sorprende que
le pregunte por su vida personal. No le molesta -enfatiza-, sólo que no está acostumbrado.
Me dice que si tengo más preguntas. Le pregunto si vive en Oxford. Me responde
que sí. No sé por qué, también le pregunto si vive en alquiler o si es
propietario. Tener una casa en propiedad aquí es inasumible, pero no sé por qué
intuyo que puede ser asumible para él. Supongo que porque habla de una manera
que da a entender que bajo sus pies hay mucha estabilidad. En efecto, la casa
es suya y de su mujer (ahora ya sé que su pareja es su mujer), pero todo tiene
una explicación. En menos de un año han fallecido su madre y el padre de su
esposa, así que han comprado la casa con el dinero que han heredado. Obviamente -remarca-, no se lo habrían podido permitir sin esa herencia. Cuenta con tanta
naturalidad la lógica de esa operación que me dan ganas de preguntarle si de
verdad cree que todo el mundo que hereda puede comprarse una casa que costará,
como mínimo, unas 500.000 libras, pero sería
muy insensible por mi parte después de la información tan personal que acaba de
compartir. Cuando menciona lo de la muerte de su madre añade que me está
contando cosas que no suele contar. Más bien, que yo le estoy sacando
información muy personal con mis preguntas. Me dice que no le molesta, que se
me da bien y que siga preguntándole.
Me hace gracia la gente que parece que quiera que
te sientas afortunado cuando se te abren en canal, cuando la mayoría de las
veces lo hacen por necesidad o placer propio. Yo sólo le había preguntado si la
casa era suya o no. Él podría haberse inventado que la había comprado gracias a
una herencia de un tío lejano, pero si ha decidido especificar que es el dinero
que ha recibido de su madre recientemente fallecida, yo qué le voy a hacer. Entonces
le pregunto cómo conoció a su mujer y por qué decidieron casarse. Ahora que él presume
de abrirse, me puedo permitir indagar de verdad en su vida.
A ella la conoció en la universidad, en St.
Andrews, Escocia. Al principio se cayeron fatal, pero luego él acabó
encandilándola con sus preguntas en clase. Decidieron casarse después de que tuviera
una experiencia cercana a la muerte que le hizo replantearse su vida. Hace una
pausa cuando me lo cuenta. Mira alrededor, ya que hay tres personas más en la
conversación, y paladea la curiosidad que se manifiesta en nuestras caras. Ocurrió en 2012. Él vivía en Libia, trabajando
para una ONG, cuando tuvo lugar el ataque en Benghazi que acabó con la vida del
embajador estadounidense. Estaba en un edificio al lado de la embajada. Oyó ruidos
fuertes y pensó que eran… Hace otra pausa, esperando nuestra reacción. Le digo
que fuegos artificiales. Se queda sorprendido y me pregunta que cómo lo he
podido adivinar. No tengo ganas de explicarle en inglés lo que es una mascletà.
Sigue hablando. Recibió una llamada en la que le informaron de lo que había
sucedido y en la que le apremiaron a que se marchara inmediatamente del edificio.
Fueron a buscarle en un coche y lo llevaron a casa de un amigo suyo, donde se
refugió durante varios días hasta que le avisaron de que podía coger un vuelo
de vuelta a casa. Sintió tanto miedo que se planteó qué sería de sus bienes y dinero
el día que muriera. Tenían que ser para su novia, así que decidió casarse.
Nos ilustra sobre lo que pasó en Libia durante
esos años. Nos dice que la gente vivía tan tranquila antes de la primavera
árabe que era imposible anticipar lo que ocurrió en 2011. Mi amiga Ash, que es
de Egipto, está en desacuerdo y se lo hace saber. Le dice que para nada, que
ella había vivido en Libia varios años y que se respiraba mucha tensión. Él arguye
que lo que ha mencionado antes era sólo una percepción, que si quiere saber de verdad
su opinión puede leer su tesis, que trata sobre este tema. Cuando habla con
Ash, percibo que su ego encaja perfectamente en el traje impoluto que viste. Le
falta cruzar las piernas, encenderse un cigarro y expulsarle el humo en la
cara. La conversación descarrila cuando describe a los libios como un pueblo
extraño. A Ash no le gusta nada que se refiera así a la gente de un país, le
parece totalmente inadecuado y racista. Él en ningún momento se disculpa. De
nuevo, hace referencia a su trabajo. Ahí explica muy bien todo, ya que él, a
diferencia de nosotros, es historiador. Repite muchas veces lo de que es
historiador. Me fascina ver a alguien utilizando falacias ad hominem en
las que el hominem es uno mismo. Me parece bastante peor que la gente
que se refiere a sí misma en tercera persona, como Julio César o Iván Redondo,
y mira que esa gente me da grimilla.
Ash decide irse y la conversación languidece. Es
un poco tarde y tengo que dar clase la mañana siguiente. Me despido de todos.
El escocés y otra chica me dicen que se vuelven conmigo, que les pilla de
camino. Él le dice a la chica, con la que no ha interactuado hasta ahora, que
soy un interrogador nato, que se ande con cuidado conmigo. Me hace gracia que lo
diga, ya que a mí me ha dado la sensación de que se estaba entrevistando a sí
mismo la mayor parte del tiempo. En realidad, me cuesta imaginármelo interesado
en lo que le pueda decir otra persona. En más de una hora que he pasado con él,
no ha hecho ni el más mínimo amago de preguntarme nada. Ni siquiera por
educación.
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