La transversalidad, tan en boga en el día de hoy, no es ni buena ni mala, únicamente es deseable en la medida en que es necesaria para instalar un relato social. Digo esto porque en las últimas semanas se está escribiendo mucho sobre la transversalidad sin incluir matices que, en mi opinión, son más que necesarios. Todo actor político que desee emprender un proyecto de país con apoyo popular no puede eludir el sentido común del momento, no puede desatender aquellas ideas que se han revestido de normalidad y sobre las cuales giran los debates políticos del presente. Es fundamental no ya descender al sustrato ideológico en el que se apelotonan las masas, como algunos apuntan con un elitismo imperdonable, sino aceptar que hasta quienes abjuramos del pensamiento hegemónico estamos contaminados inevitablemente por él y que, por esta razón, no podemos cambiarlo sino obrando en cierta medida dentro de él, empleando sus recursos. Por eso es tan fundamental entender que la lucha por la hegemonía no puede llevarse a cabo fuera de los márgenes del pensamiento que es hegemónico en la actualidad y que a muchos tanto nos repugna. Es necesario partir de él para desarticularlo, desconstituirlo para poder abrir un espacio verdaderamente constituyente.
Todo esto lo ha entendido Podemos a la perfección. En poco
más de dos años de existencia, el partido de Iglesias ha pateado con éxito el
tablero político español, introduciendo nuevos temas en la agenda y
resignificando otros que ya estaban presentes. En un breve período de tiempo,
ha logrado alterar el imaginario colectivo de manera extraordinaria valiéndose
de los recursos del sistema de ideas conformado por el régimen político del 78,
sirviéndose de los mecanismos mediáticos propios de una sociedad del
espectáculo como la nuestra y aprovechándose de la brecha que el 15-M abrió
entre la ciudadanía española. Esta transversalidad que gradualmente ha ido
construyendo Podemos, se refleja, como indicaba José Luis Villacañas
recientemente, en la última encuesta del CIS, de la que se desprende que el nicho
de votantes de Podemos es realmente amplio: parados, obreros no cualificados,
empresarios, ejecutivos y altos funcionarios…, siendo únicamente minoritario
entre pensionistas y trabajadores domésticos.
Parece evidente que aproximarse a la transversalidad es
positivo, pero no se pueden obviar los riesgos que encierra toda estrategia con
vocación de alcanzar la transversalidad. En primer lugar, existe el riesgo de
convertir la transversalidad en un fin en sí mismo, en algo deseable por su
esencia. En mi opinión, esto es un grave error. La transversalidad revela
siempre el sentido común de la época, que no es otra cosa que la concepción del
mundo predominante en la sociedad civil. Por lo tanto, aquello que es
transversal sólo puede ser bueno en la medida en que se ajuste a nuestra
concepción del mundo, entendiendo el calificativo bueno de manera formal, es
decir, como mera correspondencia entre nuestra concepción del mundo y la
concepción del mundo que sea hegemónica. Así pues, no debemos incurrir en el
error de celebrar la transversalidad por sí misma. El pensamiento neoliberal,
transversal en las últimas décadas, no lo podemos celebrar por ser transversal,
sino que debemos sumergirnos en esa transversalidad para poder alterarla y orientarla
hacia nuestra ideología. Lo deseable, por tanto, no es que un pensamiento sea
transversal, sino que aquello que defendemos devenga transversal. Todo esto
parece bastante evidente, pero no lo es tanto. Podemos ha podido incurrir
precisamente en el error de abalanzarse sobre la transversalidad sin matizar
qué concepción del mundo hegemonizar. De hecho, incluso Chantal Mouffe, una de
las pensadoras que más ha influido en la ideología del partido, ha llegado a
reprochar a Errejón, que es precisamente el más simpatiza con los pensamientos
de Mouffe y Laclau, que Podemos rehusara colocarse a la izquierda del espectro
ideológico y que se conformara con la etiqueta de partido populista. En opinión
de Mouffe, es insuficiente proclamarse populista, porque este calificativo sólo
remite a la articulación de un consenso en la sociedad civil, pero nada dice en
torno a la dirección ideológica de tal consenso, no deja entrever ninguna
concepción del mundo concreta. Por eso, Mouffe es más partidaria de hablar de
populismo de izquierdas por tratarse de una etiqueta que hace referencia tanto
al elemento transversal necesario como a una concepción del mundo, generalmente
adoptada por la izquierda, orientada a garantizar la igualdad y la justicia
social.
Lo importante no es aferrarnos o no a etiquetas concretas
como la de la izquierda. Lo importante es acompañar el proceso de construcción
de un pueblo de una concepción del mundo consistente. El populismo de Laclau es
muy provechoso a la hora de engrosar el movimiento popular, pero no debemos
olvidar su carácter instrumental: nos ayuda a alcanzar el consenso -que, en su
opinión, equivale a alcanzar el poder-, pero nada nos dice sobre qué hacer en
caso de que éste se alcance. Por esta razón, pese a las enormes constricciones
que impone el proceso simultáneo de desarticulación y articulación que se está
desarrollando en el presente, es ineludible perfeccionar teóricamente el
proyecto de país que Podemos desea implementar.
Otro riesgo de la transversalidad reside paradójicamente en
una de sus virtudes, como es la de aceptar que toda victoria es consecuencia de
la producción de un consenso en torno a una visión concreta del mundo. En mi
opinión, se trata de una premisa muy loable y que supone un punto de inflexión
en una izquierda que ha exhibido una soberbia excesiva en las últimas décadas,
orgullosa de ensimismarse en marcos teóricos que la desgajaban de la realidad y
que la confinaban a una marginalidad que le resultaba inútilmente
reconfortante. La búsqueda de la transversalidad implica la aceptación de las
instituciones y procesos democráticos y, por tanto, un acceso pacífico al
poder. Contrariamente a lo que puede inferirse del tenor literal de las
célebres palabras pronunciadas por Pablo Iglesias en Vistalegre, la
transversalidad consiste en la toma de los cielos no por asalto, sino por
consenso.
La transversalidad presupone que si no se vence es porque no
se convence, presupone siempre la conducta democrática de la fuerza opositora.
Pero quizá no esté tan claro que la construcción de un pensamiento hegemónico
asegure el acceso al poder. Pues, independientemente del valor inestimable de
la transversalidad, no se puede obviar la relevancia de otras cuestiones, como
la de quién detenta el poder económico y quién posee la mayor parte de los
medios de producción. Aunque pueda matizarse, el ejemplo de lo que sucedió en
Grecia en julio del año pasado es una muestra bastante ilustrativa de los
límites de la transversalidad. Si se entiende que existía un consenso popular
amplio, que se reflejaba en un gobierno progresista que gozaba de casi mayoría
absoluta y en unos resultados abrumadoramente favorables a la postura del
gobierno en el referéndum, no puede concluirse que la posterior humillación
impuesta al pueblo griego se debiera a una falta de apoyo popular. Aunque
rechacemos todo economicismo dogmático, no podemos desatender los límites que
afronta toda construcción de un pueblo en un contexto económico donde la
globalización y la integración en estructuras supranacionales han difuminado-y,
por consiguiente, fortalecido- el poder, de forma que resulta sumamente más
difícil tomarlo por la vía pacífica y consensual.
La construcción de un pueblo, a través de la articulación
discursiva, es la base del escenario de conflicto político que la propia Chantal
Mouffe denomina agonismo. Para que la confrontación pueda discurrir de manera
pacífica, es menester que los actores que pugnan por la hegemonía se otorguen
mutuamente legitimidad. De ahí que Mouffe distinga entre enemigos y adversarios:
mientras que los primeros no se atribuyen ninguna legitimidad, los segundos sí
se reconocen mutuamente. Así pues, la lucha por la hegemonía sólo puede tener
lugar entre los adversarios, ya que los enemigos, al no reconocerse legitimidad
alguna, tienden a recurrir a formas de actuación coactivas para neutralizarse en las que no cabe el consenso. En
mi opinión, entender que en el contexto actual todo contendiente actúa de
manera democrática y, por ende, legítima, puede resultar realmente ingenuo y
peligroso. Debemos partir de la base de que así es, pues si no estaríamos
rechazando de pleno el predominio actual de los sistemas democráticos. Sin embargo,
no se puede incurrir en la torpeza de aceptar esta premisa como universalmente
válida, pues la aceptación teórica del marco de confrontación entre actores
igualmente legítimos encapsula para siempre cualquier intento de revolución. Y
mutilar la revolución del imaginario colectivo significaría otorgar una victoria
hegemónica a aquellos que, franqueando con frecuencia las normas de la
democracia, detentan en la actualidad el poder con una falsa apariencia
democrática.
En definitiva, creo que es fundamental desplegar la lucha
por la transversalidad. En el contexto actual, no cabe duda de que la forma más
eficaz de alcanzar el poder es a través de la batalla por las ideas y por el
relato, la batalla por la construcción de un pueblo en el que se agrupen todos
los sectores de nuestra sociedad que se han visto golpeados por una crisis
sangrienta. Pero, para emprender este camino, es igualmente imprescindible
tener en cuenta los límites de la lucha por la centralidad. Tener en cuenta que
la batalla no puede librarse únicamente en el cómo, que el proyecto de país que
desea impulsar Podemos, y la concepción del mundo aneja al mismo, debe seguir
perfeccionándose y precisándose. Es igualmente fundamental que se entienda que
la lucha por la transversalidad es el método que conviene en la actualidad, en
este momento concreto, pero sin olvidar sus disfuncionalidades, sin olvidar que
siguen existiendo elementos económicos de gran relevancia que se le escapan y
sin olvidar que en otro escenario puede llegar a convertirse en un método
deficiente e incluso legitimador de un adversario de facto ilegítimo.
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