Justicia me ha parecido una obra realmente sugerente. Admiro la extraordinaria capacidad de Michael J. Sandel para conjugar un estilo didáctico, ameno y accesible con un tratamiento bastante completo de cuestiones tan complejas como la justicia, la libertad, el bienestar, la vida buena o los límites del mercado. Sandel es un autor que me interesa mucho por la tenacidad con la que lucha por poner en entredicho varios de los postulados del liberalismo que en las últimas décadas han adquirido la categoría de sacrosantos. Vivimos en un período en el que el pensamiento liberal se ha hegemonizado hasta tal punto que se ha instalado en la mente de la mayor parte de la ciudadanía occidental, de forma que parece como si cualquier crítica que se hiciera sobre la capacidad del individuo para determinar su propio destino constituyera el mayor atentado contra la dignidad de las personas. Nadie puede cuestionar la libertad que hoy día se presume extendida a todos los individuos sin miedo a que le tilden de totalitario. Por eso es de agradecer la valentía con que Sandel combate los principios de la corriente liberal que prevalece en la filosofía política desde hace bastantes décadas.
En Justicia, Sandel hace un
recorrido por las teorías sobre la justicia formuladas por distintas vertientes
filosóficas, se centra especialmente en tres: el utilitarismo, el liberalismo y
el mal llamado comunitarismo. El primero pone el foco en el bienestar, el
segundo en la libertad y el tercero en la virtud. En opinión de Sandel, el
pensamiento utilitario puede decirse que ha sido superado, a lo que contribuyó
notablemente la crítica que Rawls arrojó sobre el mismo en su célebre Teoría de
la Justicia. El pensamiento utilitario adolece de tres vicios. El primero, y
quizá el más grave, es que no respeta los derechos individuales. Al centrarse
principalmente en el bienestar general, entendiendo éste como la maximización
general de la utilidad, permite el menoscabo de los derechos de las minorías si
se traduce en un beneficio superior para la mayoría. Como resultado de ello, no
concibe al individuo como un fin en sí mismo, digno de ser respetado, sino que
lo concibe más bien como un instrumento al servicio de la maximización del
bienestar general. El segundo vicio consiste en definir aquello que es bueno
sin determinar previamente aquello que es justo. El objetivo, lo bueno, es
maximizar el bienestar general, pero no se entra a considerar previamente si lo
establecido como bueno es justo. De hecho, el utilitarismo realiza el recorrido
contrario: es justo aquello que maximiza lo que es bueno. El tercer y último
vicio consiste en perder las diferencias cualitativas que existen entre los
distintos bienes humanos en el proceso de traducción de los mismos a una medida
de cálculo simple y uniforme.
Dentro del pensamiento liberal,
el enfoque de Kant, a diferencia del utilitario, parte de la premisa de que el
ser humano es un fin en sí mismo que merece ser tratado con dignidad por su
especial capacidad racional, la cual le faculta para ser plenamente libre y
autónomo. La moral, por tanto, no consiste en maximizar la utilidad, sino en respetar
a las personas como fines en sí mismos. Kant liga la justicia a la libertad.
Actuar libremente significa actuar conforme a una ley que nos damos a nosotros
mismos, una ley que no nos viene dada fuera de nosotros y que procede de la
razón. La razón manda a la voluntad a través del imperativo categórico. El
imperativo categórico es un imperativo incondicional compuesto por los deberes
que se aplican con independencia de cuáles sean las circunstancias. Sandel lo
resume espléndidamente: “Actuar moralmente significa actuar conforme a un
deber, por la ley moral. La ley moral consiste en un imperativo categórico, un
principio que requiere que tratemos a las personas con respeto, como fines en
sí mismos. Solo cuando actúo en concordancia con el imperativo categórico actúo
libremente (p. 143)”. Cabe advertir que, en contraste con muchos liberales que
le sucederán, Kant entiende la autonomía como el libre albedrío de un ser
racional y no como consentimiento individual, de modo que rechaza aquellos
actos consentidos que colisionen con la dignidad humana y con el respeto a uno
mismo. Su concepción de la autonomía impone así ciertos límites a la capacidad
de elección de los individuos.
Por otro lado, Rawls, que también
integra la corriente liberal, bosqueja una teoría de la justicia que se
sustenta sobre un hipotético pacto social en el que participan los individuos
bajo el velo de la ignorancia, es decir, sin conocer ni su clase social, ni su
sexo, ni su raza, ni su nacionalidad, ni sus aptitudes, ni su concepción del
bien… El fin de este acuerdo es determinar qué principios sobre la justicia se
escogerían en una situación originaria de igualdad. Rawls concluye que del
pacto se inferirían dos principios: un primer principio, prevalente sobre el
segundo, que garantizara las mismas libertades básicas a toda la ciudadanía; y
un segundo principio, relacionado con la distribución social y económica, que
estableciera que sólo son aceptables las desigualdades que mejoren la situación
de los más desfavorecidos.
Es muy interesante reparar en las
implicaciones del segundo principio de Rawls, denominado el principio de la
diferencia. De acuerdo con este principio, no puede justificarse el
engrosamiento del caudal económico de una persona si de ello no se extrae una
consecuencia beneficiosa para las clases más desaventajadas. Además, la base de
la distribución social y económica no puede descansar sobre contingencias
naturales, pues si no se estaría incurriendo en una injusticia al valorar
rasgos o aptitudes sobre los cuales no tiene ningún mérito quien los posee. La
distribución de la renta, el patrimonio, las oportunidades y el poder no puede,
pues, hacerse con base en un accidente de nacimiento. De ahí que un mercado
libre no pueda garantizar la eficacia de la teoría de la justicia de Rawls.
Tampoco la garantiza un sistema meritocrático en el que se partiera de una
situación con igualdad de oportunidades.
La profundización de Rawls en la
crítica a la meritocracia es muy valiosa. No basta con premiar el desarrollo
producido a partir de un mismo punto de salida, ya que, aunque así se
neutralizarían algunas de las desventajas del libre mercado original, la
distribución seguiría fundamentándose con base en unos elementos, como son las
aptitudes y capacidades naturales de cada persona, que exceden el marco de
decisión de los individuos y que no tienen nada que ver con el mérito: la
contingencia social y el azar natural son igualmente arbitrarios. También lo es
el esfuerzo, en el cual influyen contingencias que no se nos pueden atribuir.
En la meritocracia, en realidad, ni siquiera se valora únicamente el esfuerzo,
sino que siempre se presta atención al resultado que acompaña a ese esfuerzo.
Además, las aptitudes que la sociedad valora cambian a lo largo del tiempo en
función de una contingencia como puede ser la de la ley de la oferta y la
demanda. Quien hoy es muy valorado por la sociedad puede caer mañana en el
olvido, sin que en ello haya tenido que intervenir el mérito. Que la sociedad
valore más unas cosas que otras no es obra de quien sale beneficiado de esa
valoración. Por lo tanto, ni el esfuerzo ni nuestras aptitudes naturales ni
nuestra situación social pueden constituir el fundamento del merecimiento
moral.
Por todo ello, Rawls acaba
concluyendo que la justicia distributiva no tiene nada que ver con recompensar
el merecimiento moral. La distribución no puede establecerse conforme a lo que
moralmente se merezca. La justicia distributiva consiste, por el contrario, en
que se cumplan las expectativas legítimas que se producen una vez ya se han
establecido las reglas del juego. Consiste, por tanto, en cumplir con las
reglas que establecemos respetando los dos principios de la justicia, de modo
que el resultado del proceso de distribución nada tenga que ver con el mérito.
Sandel, adscrito a la corriente
del mal llamado comunitarismo, se opone a la conclusión de Rawls de desligar la
justicia del merecimiento moral. Para el autor de la obra que estamos
analizando, Rawls incurre en un error al revestir de neutralidad en relación
con la justicia a toda distribución que se desarrolle en función de unas reglas
de juego fijadas respetando únicamente el marco de justicia forjado en torno a
los dos principios derivados del hipotético pacto. Para Rawls, lo bueno, al
contrario de lo que hace el utilitarismo, viene predeterminado por lo que es
justo. Por tanto, todo lo que es bueno previamente debe estar supeditado al
respeto de los dos principios rawlsianos de la justicia. Una vez constatado el
cumplimiento de los dos principios de la justicia, no deben examinarse en
términos de justicia ni las decisiones ni los fines que los individuos
atribuyen a sus vidas, pues deben evitarse los inextricables debates sobre los
honores, las virtudes y el significado de los bienes. Debe respetarse la
concepción distinta que cada uno tiene del honor, de la virtud y de la misión
de las instituciones sociales, pues para las teorías basadas en la libertad,
“la dignidad moral de los fines que perseguimos, el significado y la
importancia de nuestras vidas, y la calidad y carácter de la vida en común que
todos compartimos caen más allá de lo que a la justicia le corresponde (p.
295)”. “Los principios de la justicia que definen nuestros derechos no deberían
fundamentarse en ninguna concepción particular de la virtud o de cuál es la
forma de vivir más deseable. Muy al contrario, una sociedad justa respeta la
libertad de cada uno de escoger su propia concepción de la vida buena (p.18)”.
Sandel propone volver a
Aristóteles para resolver este embrollo. El filósofo estagirita liga la
justicia al cultivo de la virtud y de la reflexión sobre la cosa común. Para
él, la ley no puede ser neutral en cuanto a las características de la vida
buena. Es fundamental que aflore el debate sobre qué se considera que es bueno
y qué no. Ahondar en el propósito de las prácticas sociales para poder razonar
sobre qué virtudes deben honrarse y recompensarse. Por ejemplo, para saber
quién tiene derecho a ser admitido en una universidad, debe reflexionarse sobre
el propósito de la misma con el fin de delimitar qué virtudes debe honrar la
universidad y así saber qué alumnos pueden tener acceso a ella. Lo mismo sucede
con la política: como para Aristóteles el fin de la política es la vida buena,
los cargos más elevados deben corresponder a quienes más destaquen por su
virtud cívica.
La distribución de la renta, el
patrimonio, las oportunidades y el poder no puede emanciparse de los juicios
morales sobre la justicia. Aunque el mérito no constituya un factor justo para
fijar los criterios distributivos, no cabe abandonar el debate sobre cómo de
justos o injustos pueden resultar los distintos criterios que se fijen. La
doctrina liberal, ansiosa por cerrar los conflictos relacionados sobre las
controversias morales y religiosas, recurre a un marco supuestamente neutral
para poner coto a las discusiones fervorosas sobre la justicia, lo que no solo
no resuelve el problema de fondo, sino que además contribuye a invisibilizar
cuestiones delicadas que permanecen vivas de facto y que en cualquier momento
pueden estallar con una potencia acentuada. Por ejemplo, para debatir sobre el
aborto no basta con invocar y reconocer la neutralidad y la libre elección,
sino que debe argumentarse si el feto en desarrollo es equivalente a una
persona. No puede defenderse el aborto sin tomar partido en la controversia
moral y religiosa de cuándo empieza la persona.
En toda esta problemática debe
subrayarse el papel desempeñado por un concepto tan ambiguo como el de la
tolerancia, el cual se ha erigido, en opinión de muchos, en el eje angular de
la democracia. Sin embargo, como han sostenido autores como Christopher Lasch,
no es así, la tolerancia es solo el origen de la democracia. Una tolerancia
profusamente permeable es nociva para la democracia ya que coloca en suspensión
cualquier juicio moral. Lasch propone hablar más de respeto mutuo que de
tolerancia. Slavoj Zizek ha indicado también cómo la idea de tolerancia ha sido
utilizada como caballo de Troya por los adalides del libre mercado para
instalar firmemente el pensamiento capitalista. El capitalismo juega con la
idea de trascender las raíces socioculturales y comunitarias a partir de la
creación de un nuevo hombre súper poderoso que encuentra la universalidad en la
superación de su arraigo social y cultural. Esta idea expansiva de la
tolerancia liberal es, empero, bastante tramposa. Pues implica olvidar el telón
omnipresente del capitalismo que se despliega universalmente, de forma
transversal. Se tiñe perversamente con neutralidad la fuerte ideología
capitalista impuesta por doquier, pues ser neutral implica someterse al
capitalismo. Asimismo, debe advertirse el orden implícito ligado a este
sistema, el cual regula su funcionamiento a través de actividades tácitamente
acordadas que impiden la inestabilidad del orden imperante. El resultado de
este fenómeno es el imperio de un multiculturalismo promovido por el
capitalismo para igualar las culturas con el fin de universalizarse y situarse
por encima de ellas. Una universalidad para sí capitalista, absorbente,
omnipresente y devastadora.
Sandel critica asimismo el
individualismo moral propagado por la doctrina liberal y que consiste en
derivar las obligaciones de únicamente dos fuentes: de las obligaciones
contraídas voluntariamente por consentimiento; y de los deberes naturales, que
son universales y que debemos respetar en tanto que seres humanos. El
comunitarismo añade a este bloque de obligaciones las obligaciones de la
solidaridad, las cuales no están relacionadas con una elección, sino que
“dimanan de razones ligadas a las narraciones con las que interpretamos
nuestras vidas y las comunidades en que vivimos (p.273)”. Comprenden
responsabilidades morales que tenemos ante aquellos con los que compartimos
cierta historia. Incluirían las peticiones de perdón y las reparaciones públicas;
la responsabilidad colectiva por las injusticias históricas; las
responsabilidades especiales de los miembros de la familia y de los
conciudadanos entre sí; la vinculación con la localidad, la comunidad o el país
de uno; las lealtades fraternas y filiales… Con la introducción de esta clase
de obligaciones Sandel pretende desmontar la premisa liberal de que el
individuo sólo es responsable de aquello que elige.
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