"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

miércoles, 6 de enero de 2016

La farsa de la meritocracia


En las últimas décadas, se ha impuesto una corriente de pensamiento defensor de la meritocracia que ha legitimado las desigualdades que resultan de la toma de decisiones de los individuos, así como de la acumulación de logros académicos y laborales. Rosanvallon pone de manifiesto cómo la obsesión por la meritocracia y por la igualdad de oportunidades conduce inexorablemente a un escenario muy confuso donde el mérito aparece definido únicamente como contraposición al azar. De hecho, la ordenación económica de una sociedad con base, exclusivamente, en el talento y en la virtud remite de nuevo a la ancestral organización social que bosquejó Platón y que, en última instancia, implicaba la aniquilación de la estructura familiar y de la propiedad. La igualdad de oportunidades, en sentido estricto, debería neutralizar todo lo que en la vida de los individuos derive del azar. Para que pudiera materializarse esta visión de la igualdad sería menester que tuviera lugar un proceso de de-socialización como el planteado por Platón que muy pocas personas se aventuran a defender con firmeza.

Con el concepto de igualdad de oportunidades se pretende, pues, hacer referencia al camino ascético y ascendente que recorre quien está dotado de talento y de trabajo, es decir, en quien concurre mérito. Sin embargo, como se ha visto, es imposible hablar estrictamente de igualdad de oportunidades porque ningún país está dispuesto a asimilar las consecuencias últimas que acarrearía el desmantelamiento total del tejido social que exigiría una meritocracia estricta. Así pues, cabe incidir en que toda referencia a la meritocracia se hace dentro de un escenario donde no es posible que ésta se despliegue en su máxima potencialidad. Es por esto que, atendiendo a los límites reales que desafían a todo intento de meritocracia, evocar y aplaudir los valores meritocráticos en sociedades como las nuestras lleva a que, como defiende Owen Jones , “la meritocracia pueda acabar siendo utilizada para sostener que los de arriba están ahí porque lo merecen, mientras que los de abajo simplemente no tienen el talento suficiente y por lo tanto merecen su suerte”, existiendo así el riesgo de que “la meritocracia acabe convirtiéndose en una sanción oficial de las desigualdades existentes, redefiniéndolas como merecidas”.

El sugerente libro, Los que tienen y los que no tienen, del economista del Banco Mundial Branko Milanovic refuerza en buena meida la idea de que, en la actualidad, blandir la meritocracia como el principio vertebrador de nuestras sociedades distorsiona la realidad. Milanovic habla de la desigualdad global para referirse al alejamiento económico que existe en el mundo entre los individuos y que viene determinado mayormente por dos factores: las progresivas diferencias de renta dentro de las naciones más importantes y la divergencia de las rentas medias entre las naciones. La desigualdad global es, pues, la suma de las desigualdades entre países a aquellas existentes dentro de cada país. Dentro de esta suma, las desigualdades entre los países revisten una relevancia mayor que las que tienen lugar dentro de cada país, pudiendo llegar a explicar el 60% de la variabilidad en las rentas globales, de modo que “todas las personas nacidas en un país rico reciben una bonificación o una renta de situación” mientras que “los nacidos en un país pobre reciben una multa de situación”. Se puede explicar la renta de cualquier persona del mundo mediante dos únicos factores: el lugar de nacimiento y el nivel de renta de sus padres. Ambos explican por sí solos más del 80 por ciento de los ingresos de una persona. El otro 20 por ciento se debe a otros factores sobre los que el individuo no tiene control (sexo, raza, edad, suerte) y a factores que sí puede controlar (esfuerzo o trabajo). Milanovic acaba concluyendo que “los esfuerzos tienen un efecto minúsculo sobre la posición personal dentro de la renta global”.

Así pues, cabe poner en tela de juicio la corriente meritocrática predominante en nuestros días, no porque el esfuerzo no deba ser valorado, sino porque no pueden justificarse las desorbitadas desigualdades que desencadenan unos criterios de remuneración que no se ajustan a un principio de justicia universal. El problema, hoy en día, no radica en que la meritocracia en su máximo extremo pueda desembocar en un proceso de de-socialización donde la delimitación del mérito sea totalmente nítida, sino en el hecho de que en el mundo actual no tiene sentido concebir el mérito (con la indefinición que lo acompaña) como un elemento tan sustancialmente determinante de los salarios cuando no existe una igualdad de oportunidades global que permita el pleno despliegue de las capacidades y del trabajo de todos los seres humanos del mundo. No tiene sentido hablar de meritrocracia cuando un elevado porcentaje de las rentas de los individuos viene determinado por un elemento nada meritocrático como es el lugar de nacimiento.






No hay comentarios:

Publicar un comentario