En las últimas décadas, se ha
impuesto una corriente de pensamiento defensor de la meritocracia que ha
legitimado las desigualdades que resultan de la toma de decisiones de los
individuos, así como de la acumulación de logros académicos y laborales.
Rosanvallon pone de manifiesto cómo la obsesión por la meritocracia y por la
igualdad de oportunidades conduce inexorablemente a un escenario muy confuso donde
el mérito aparece definido únicamente como contraposición al azar. De hecho, la
ordenación económica de una sociedad con base, exclusivamente, en el talento y
en la virtud remite de nuevo a la ancestral organización social que bosquejó
Platón y que, en última instancia, implicaba la aniquilación de la estructura
familiar y de la propiedad. La igualdad de oportunidades, en sentido estricto,
debería neutralizar todo lo que en la vida de los individuos derive del azar.
Para que pudiera materializarse esta visión de la igualdad sería menester que
tuviera lugar un proceso de de-socialización como el planteado por Platón que
muy pocas personas se aventuran a defender con firmeza.
Con el concepto de igualdad de oportunidades
se pretende, pues, hacer referencia al camino ascético y ascendente que recorre
quien está dotado de talento y de trabajo, es decir, en quien concurre mérito.
Sin embargo, como se ha visto, es imposible hablar estrictamente de igualdad de
oportunidades porque ningún país está dispuesto a asimilar las consecuencias
últimas que acarrearía el desmantelamiento total del tejido social que exigiría
una meritocracia estricta. Así pues, cabe incidir en que toda referencia a la
meritocracia se hace dentro de un escenario donde no es posible que ésta se
despliegue en su máxima potencialidad. Es por esto que, atendiendo a los
límites reales que desafían a todo intento de meritocracia, evocar y aplaudir
los valores meritocráticos en sociedades como las nuestras lleva a que, como
defiende Owen Jones , “la meritocracia pueda acabar siendo utilizada para
sostener que los de arriba están ahí porque lo merecen, mientras que los de
abajo simplemente no tienen el talento suficiente y por lo tanto merecen su
suerte”, existiendo así el riesgo de que “la meritocracia acabe convirtiéndose
en una sanción oficial de las desigualdades existentes, redefiniéndolas como
merecidas”.
El sugerente libro, Los que tienen y los que no tienen, del
economista del Banco Mundial Branko Milanovic refuerza en buena meida la idea
de que, en la actualidad, blandir la meritocracia como el principio vertebrador
de nuestras sociedades distorsiona la realidad. Milanovic habla de la
desigualdad global para referirse al alejamiento económico que existe en el
mundo entre los individuos y que viene determinado mayormente por dos factores:
las progresivas diferencias de renta dentro de las naciones más importantes y
la divergencia de las rentas medias entre las naciones. La desigualdad global
es, pues, la suma de las desigualdades entre países a aquellas existentes
dentro de cada país. Dentro de esta suma, las desigualdades entre los países
revisten una relevancia mayor que las que tienen lugar dentro de cada país,
pudiendo llegar a explicar el 60% de la variabilidad en las rentas globales, de
modo que “todas las personas nacidas en un país rico reciben una bonificación o
una renta de situación” mientras que “los nacidos en un país pobre reciben una
multa de situación”. Se puede explicar la renta de cualquier persona del mundo
mediante dos únicos factores: el lugar de nacimiento y el nivel de renta de sus
padres. Ambos explican por sí solos más del 80 por ciento de los ingresos de
una persona. El otro 20 por ciento se debe a otros factores sobre los que el
individuo no tiene control (sexo, raza, edad, suerte) y a factores que sí
puede controlar (esfuerzo o trabajo). Milanovic acaba concluyendo que “los
esfuerzos tienen un efecto minúsculo sobre la posición personal dentro de la
renta global”.
Así pues, cabe poner en tela de
juicio la corriente meritocrática predominante en nuestros días, no porque el
esfuerzo no deba ser valorado, sino porque no pueden justificarse las
desorbitadas desigualdades que desencadenan unos criterios de remuneración que
no se ajustan a un principio de justicia universal. El problema, hoy en día, no
radica en que la meritocracia en su máximo extremo pueda desembocar en un
proceso de de-socialización donde la delimitación del mérito sea totalmente
nítida, sino en el hecho de que en el mundo actual no tiene sentido concebir el
mérito (con la indefinición que lo acompaña) como un elemento tan
sustancialmente determinante de los salarios cuando no existe una igualdad de
oportunidades global que permita el pleno despliegue de las capacidades y del
trabajo de todos los seres humanos del mundo. No tiene sentido hablar de
meritrocracia cuando un elevado porcentaje de las rentas de los individuos
viene determinado por un elemento nada meritocrático como es el lugar de
nacimiento.
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