En los últimos tiempos, se ha
puesto de moda el tacharnos de idealistas a todas las personas que abjuramos
del orden económico predominante en la actualidad. Con una sonrisa medio
socarrona, medio compasiva, se nos dice: “Pobrecitos, qué ilusos, que piensan
que van a poder cambiar el sistema, qué ingenuos…”. Me hace gracia porque creo
que no saben interpretar adecuadamente la postura de cuantos nos hemos rebelado
contra el orden económico que nos lleva agrediendo desde hace unos cuarenta
años. Reducen nuestras reivindicaciones a esperanzas pueriles, desdeñan
nuestros anhelos por utópicos e irrealizables y nos conciben como ignorantes
desagradecidos que no saben valorar las bondades del Sagrado Mercado.
Siento tener que responder a esta
corriente de exaltadores del libre mercado que nosotros no somos idealistas,
sino más bien realistas. En ocasiones, no hay mayor realista que un idealista. Si
de alguna forma hemos esbozado una sociedad idealizada se debe a que,
previamente, hemos tomado conciencia de la realidad en la que estamos inmersos.
Una vez concienciados de la miseria de la realidad, hemos concluido que el
mundo que habitamos es abusivamente injusto y que, por lo tanto, es apremiante
la tarea de diseñar un mundo regido por unos principios y unos valores
alternativos que puedan reconciliar a la sociedad con la igualdad, la libertad
y la justicia. Al ser realistas, ha devenido imposible no establecer un ideal
que nos permita zafarnos de la podredumbre del presente. Un ideal al que nos
acercamos partiendo de la realidad.
Nos rebelamos ante una realidad
monopolizada por una economía descontrolada por la imposición de un libre
mercado ilimitado y voraz. Nos oponemos a un orden económico que enriquece a la
minoría y empobrece a la mayoría. Nos repudia una realidad donde se
mercantiliza hasta la dignidad, donde los valores de la ética y la moral se han
visto volatilizados para poder habilitar un terreno fértil para que se expanda
libre y anchamente un capitalismo inicuo y alevoso que no siente reparo ante
las ingentes desigualdades, una fábrica continua de productos que obvia la
finitud de las materias primas. No aceptamos una realidad que se cimienta en el
continuo consumismo, en el deseo de desear por desear, en las relaciones
meramente materiales. Una realidad que nos impele a vivir en la dictadura del presente,
donde no importan ni las generaciones futuras ni el porvenir del medio
ambiente. Donde se concibe el presente como eterno, inocuo e intrínsecamente
impune.
Dicen los apologistas del libre
mercado que no hay mayor libertad que la que el capitalismo nos proporciona. Pero
no es así, no hay mayores cadenas que las impuestas por el libre mercado. Las
cadenas del capitalismo son las cadenas del dinero, las cadenas de las que sólo
pueden liberarse las personas con recursos económicos suficientes. La libertad
del capitalismo únicamente es la libertad de quien tiene dinero. Por eso es tan
necesario controlarlo, si no derrocarlo.
Nuestro rechazo a la realidad
constituye un rechazo firme al liberalismo económico que ha imperado desde los
años setenta del siglo pasado. Consideramos que el liberalismo económico debe
analizarse más que desde el anquilosado marco de la izquierda y la derecha,
desde un nuevo marco que evoca a los muchos y a los pocos, a los todos y a los
nadies, a los opresores y a los oprimidos, a los favorecidos y a los
desfavorecidos. El capitalismo instaura una realidad totalmente polarizada,
donde esa falsa libertad blandida por sus defensores no es sino la llave que “desempodera”
a la ciudadanía. El capitalismo se sustrae de las reglas sociales y
democráticas para dirigir desde un espacio ultraterrestre la economía y la
política. Juega continuamente con la soberanía popular, carcomiéndola y debilitándola.
Deja a merced de una minoría insultante el devenir de una mayoría voluminosa. Con
lo que no es que sea socialmente nocivo, sino que también lo es
democráticamente. Urge, pues, volver a anclar el poder económico y político en
la ciudadanía.
No creo, por lo tanto, que seamos
nosotros los idealistas. Idealistas son quienes consideran que la política y la
economía pueden estar gobernadas por un porcentaje ínfimo de la población sin
que los olvidados se rebelen. Idealistas son quienes piensan que por tildarnos
de idealistas vamos a dejar de ser inconformistas con el presente. Nosotros
somos idealistas de la realidad, ellos, sin embargo, solamente ven la realidad
de su idealismo. No ven, o no quieren ver, la execrable injusticia derivada de
un orden económico basado en el individualismo, la eficiencia y el “desempoderamiento”
de la ciudadanía. No ven, o no quieren ver, la insostenible situación de una
realidad caracterizada por el deterioro social, por la miseria moral y por unos
gobiernos deshumanizados.
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