Toda la vida es un truco. A lo
largo de nuestra existencia no dejamos de esmerarnos en construir edificios
vitales con los que poder sostener la incertidumbre, la pesadez y la intriga
sobre la aventura que vivimos. La vida en sí no tiene en absoluto sentido, deja
a nuestra merced la decisión acerca de qué queremos buscar y de qué queremos
vivir. Porque en sí, nuestra existencia no existe, debemos crearla cada uno de
nosotros a partir de una esencia que dibujamos con nuestro corazón, con
nuestras ganas de encontrar motivos por los que vivir en este mundo que tan
inhóspito puede llegar a resultarnos.
La vida es de todo menos
inamovible. Hasta el pasado se remueve en nuestra memoria en forma de
melancolía y de nostalgia, recordándonos que estamos en una atracción que no
cesa en ningún instante, que, cuando menos se lo espera uno, puede dejarle
abandonado en la impotencia del pasado, de aquello que no puede volver a
brillar ni a vivir, pero que, paradójicamente, podemos mantener con luz en
nuestra existencia en forma de recuerdo. Recuerdos positivos, que nos ayudan a
desatarnos de la sordidez existencial y que nos impulsan hacia el futuro
gracias a que nos conservan en el presente. Todo son trucos, pues la vida, sin
que nada mediara entre ella y nosotros, carecería de alicientes. Carecería de
atractivo.
Por eso, somos aves que migramos
constantemente hacia nuevas vivencias y hacia nuevas experiencias que exigen
una adaptación veloz y convincente para que podamos seguir suspendidos en el
aire y la luz de la vida. Somos aves que nos agarramos a nuestro vuelo, a
nuestro continuo movimiento. Aves que avanzamos gracias a unas alas que no
dejan de funcionar, actuando como trucos que nos hacen creer en que el futuro
es siempre el lugar al que debemos aterrizar.
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