El IES Barri del
Carme es principalmente un lugar de tránsito. Como todo instituto, está sujeto
a ese flujo interminable de estudiantes que van y vienen y que hace que sea imposible formarse una
imagen fija de su alumnado. Todo allí es mucho más voluble de lo que parece desde
fuera. También los profesores. Algunos consiguen aguantar más de veinte años,
pero muchos de ellos, por razones diversas -bien sea que tienen su plaza en
otra ciudad, que se han jubilado, que piden un cambio de plaza o cualquier otro
motivo inconfesable-, acaban emigrando al poco tiempo. De este modo, cuando a los
antiguos alumnos les asalta la nostalgia y deciden volver para
reencontrarse con sus raíces, se dan de bruces con una realidad muy distinta a
la que recordaban. Si no tardan mucho, aún identificarán a algunos alumnos
de las generaciones siguientes a la suya con los que coincidieron unos años en
el patio. Pero, como se descuiden y tarden un poco más de la cuenta, no serán
capaces de reconocer a ninguno. Y lo mismo les sucederá con los profesores.
Verán que muchos ya no están. Aunque recuerden el instituto como el escenario
de sus correrías más emocionantes, como un hogar hecho a su medida en el que
se sentían como Pedro por su casa y en cuyas paredes se habían llegado a exhibir
sus trabajos -colmándolos de orgullo- cuando el profesor o la profesora de
turno lo habían considerado pertinente (la postal de Navidad que hicieron para
plástica, el relato que escribieron para valenciano, la canción que se
inventaron para el acto de clausura de curso), cuando vuelvan descubrirán que
no han sido sino una pieza más, tan prescindible e imprescindible como
cualquier otra, de ese engranaje formado por todos los estudiantes que en algún
momento pasaron por ahí y que fueron luego reemplazados y olvidados sin
ningún escrúpulo cuando se marcharon. Y esas paredes que constituyen el IES
Barri del Carme se aparecerán ante sus ojos como una cáscara vacía y sólo
representarán ya la calidez del hogar en su memoria, en el mar de los
recuerdos.
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