Eran días
felices. Habíamos logrado sobrevivir al primer cuatrimestre de la carrera.
Además, habíamos congeniado tanto en clase que hasta decidimos celebrar el
amigo invisible entre nosotros. Nos conocíamos de apenas unos meses, pero
sentíamos que llevábamos mucho más tiempo juntos. Y sólo era el principio, por
lo que el futuro se auguraba todavía mejor. Sin embargo, el final del
cuatrimestre también significaba que ya no tendríamos más clases con Joan
Romero, quien nos había estado enseñando “Geografía Humana”. Entre nuestra
felicidad por el prometedor comienzo de la universidad se colaron de repente frías
láminas de desazón. Nos aquejó un sentimiento muy fuerte de pena. Nos dimos
cuenta de que quizá habíamos tocado techo demasiado pronto. Quedaban cuatro
años y medio de carrera y era imposible pensar que algo pudiera igualar la
experiencia de asistir a una clase de Joan Romero.
Nuestra desazón
se vio justificada a posteriori. Tuvimos muy buenos profesores, pero
ninguna clase volvió a ser como la suya. Nadie nos deslumbró como Joan. La
última clase con él fue verdaderamente emotiva. Le escribimos unas palabras y
se las leímos en el aula. Quizá, visto desde el presente, parezca un gesto algo
cursi, propio de jóvenes con sobredosis de El Club de los Poetas Muertos.
Pero les aseguro que nos salió del alma y que fue un acto genuino. Al acabar de
leerle las palabras que le habíamos dedicado, se hizo el silencio. Un silencio
sólo interrumpido por algunos sollozos. Estábamos anclados en nuestros
pupitres, esperando expectantes la reacción de Joan. Se le hizo un nudo en la
garganta. Aunque estaba algo lejos, encima de la tarima, se podían apreciar
destellos de emoción en sus ojos.
Consiguió arrancar y nos contó que para él la educación era como el
oxígeno. Que, debido a sus orígenes, había tenido que depender toda su vida de
becas muy exigentes para poder estudiar. Y que, por favor, no olvidáramos nunca
el valor de la educación. Que no nos limitáramos a pasar por la universidad,
que la universidad tenía que pasar por nosotros, tenía que sacudir nuestros
espíritus y hacernos más independientes y libres. Cogió la tiza y escribió bien
grande en la pizarra: SAPERE AUDE.
Creo que el
sentimiento de orfandad que se instaló en todos nosotros después de esa última clase
es el mejor reflejo del legado de Joan, de lo que nos ha marcado a todos. Basta
con hablar con cualquier alumno que lo haya tenido para comprobar que el cariño
y la gratitud hacia él son unánimes. Joan nos ha enseñado a pensar mejor,
aunque sea para tener que pensar contra él. Y lo ha hecho siempre desde la
generosidad más grande. Contestando correos a la velocidad de la luz.
Ofreciendo su tiempo en tutorías. Recomendando listas infinitas de libros siempre
sugerentes. Y contribuyendo como pocos a crear un ambiente universitario
vibrante, organizando conferencias y dando charlas con una frecuencia inusitada
(siempre me he preguntado si tiene algún pacto secreto con el tiempo, porque no
sé cómo lo hace para estar en tantos lugares a la vez y que nunca decaiga la
calidad de sus intervenciones).
A Joan le gusta
mucho un libro de Muñoz Molina que se titula El viento de la luna. Trata
sobre el paso a la adolescencia de un chaval de una pequeña ciudad provinciana
de la España de 1969 donde las heridas de la guerra siguen bien palpables. Su
familia fue afín a la República y a él le toca cargar con ese estigma en un
entorno franquista totalmente claustrofóbico. Para evadirse de ese ambiente
inhóspito, se cuela en las pocas casas con televisor para seguir el ascenso del
hombre a la Luna. No puede quitar la mirada del cohete que avanza decidido a
explorar lo desconocido. Nosotros seguíamos las clases de Joan de una manera
similar. Con la cabeza apretada en el puño de la mano, escuchábamos con
atención todo lo que decía y nos sorprendía lo rápido que pasaba el tiempo.
Siempre queríamos más. Sus clases nos hicieron despegar. Nos sacaron del
letargo en el que muchos nos encontrábamos. Y nos permitieron vislumbrar un
mundo nuevo en el que se nos pasaba a tratar como adultos. Qué pena que ya no
vaya a haber más estudiantes que puedan disfrutar del inolvidable placer de
asistir a una clase suya.
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