En el quinto
capítulo de la cuarta temporada de The Crown, Fagan, el ciudadano que
logró colarse dos veces en Buckingham Palace, aparece sentado en un autobús con
la cabeza apoyada sobre la ventana. Su vida no le puede ir peor: su mujer se ha
separado de él y no le deja ver a sus hijos. Para colmo, no encuentra trabajo,
tocándole lidiar cada semana con la inmisericorde y gélida maquinaria
burocrática. La instantánea en el autobús produce mucha lástima. Se le ve
impotente, completamente resignado, sin ningún atisbo de luz en la mirada. Da
la sensación de que no le importaría mucho si el cristal de la ventana de
repente se hiciera añicos y volatilizara sus sesos. De hecho, parece que lo
esté pidiendo a gritos. La escena me recordó a una imagen muy similar en Joker
en la que la fina luna de un autobús de Gotham es lo único que separa a Joaquin
Phoenix de caer en el abismo.
Tanto el Joker
como Fagan son individuos problemáticos a los que se coloca la etiqueta de
enfermos mentales con tal de no admitir que es la propia sociedad la que está
enferma. Pero a mí lo que me interesa ahora no es tanto la crítica social como la
visión latente del transporte público como el lugar en el que se agranda la soledad
del individuo. No deja de ser curioso que sea precisamente en un espacio tan concurrido
donde el individuo se siente más enajenado y perdido, indiferente frente a las
sonrisas y conversaciones de sus vecinos. Solos amuchados, que diría
Galeano.
Viendo a Fagan
en The Crown me vinieron a la cabeza todos los trayectos que hice por el
intercambiador de Plaza Elíptica durante los casi dos años que viví en Madrid.
Creo que hay pocas cosas más lóbregas que ese intercambiador. Una pasarela
subterránea por la que desfilan legiones de individuos que se apelotonan unos
sobre otros, apilando sus penurias y frustraciones en una especie de masa
etérea que empapa de fatalidad cada uno de los rincones. Un túnel con paredes
de psiquiátrico, de un blanco chillón y cegador que devuelve una imagen todavía
más difusa y desagradable de los transeúntes. Así como el frío puede llegar a
abrasar, el blanco del intercambiador está revestido de una oscuridad
perturbadora. Es como el fogonazo de un disparo. La antesala de esa gran tragedia
que es la monotonía.
Los individuos
avanzan sin intercambiar ninguna mirada. Seguro que algunos han coincidido
decenas de mañanas en esas mismas entrañas del metro, pero no tienen ni ganas ni
necesidad de mirarse. Aunque las tuvieran, tampoco resultaría demasiado fácil
diferenciar a unos de otros. Están cortados por el mismo patrón: autómatas que
andan con los pasos milimetrados, sin desviarse ni un ápice del itinerario marcado
por la rutina. El soldado anónimo del siglo XXI.
Algunos andan
con una ingravidez asombrosa. No imprimen ninguna fuerza a sus pasos. Son individuos
despellejados por la ansiedad en los que no queda ningún residuo de energía. Como
el que ya ha pasado al más allá y no le importara mucho su devenir. Son
condenados que se dirigen al patíbulo resignados, conscientes de que no merece
la pena dar más vueltas a las cosas. Otros, sin embargo, andan con determinación
y con zancadas grandes, luchando por hacerse un hueco en la cinta automática
del intercambiador para acortar el tiempo de sus recorridos. Son aquellos a los
que todavía les importa llegar puntuales. O los que simplemente no se pueden
permitir llegar tarde.
Suena de fondo una
música metálica que procede del roce de bolsos y mochilas que no tienen tiempo
para pararse y saludarse. Viene acompañada del sonido cortante de las notas que el
señor de pelo canoso toca cada mañana en su piano portátil, aporreando nuestros
tímpanos sin ninguna piedad. Está tan incardinado en el paisaje del
intercambiador que uno llega a olvidar que está ahí, produciendo ruidos que se
acaban internalizando como un trámite más del recorrido. Los auriculares
protegen a algunos individuos del martilleo, como cordones
umbilicales que los conectan con otra realidad, con la patria de cada uno.
Aunque, a decir por la alegría de sus semblantes, debe de tratarse de una patria aburrida, de
flores marchitas.