En Inglaterra no
basta con lanzar una mirada escrutadora al cielo para adivinar el tiempo, ya
que hasta los días más claros y luminosos son engañosos y encierran lluvias, frío
y viento. Por suerte, normalmente se trata de una lluvia muy fina. Gotas que caen
suavemente y acarician la mejilla. Pero cuando arrecia y, confiado, has dejado
el paraguas en casa, te empapas. El pantalón mojado se te pega a la piel, multiplica
el frío y te agarrota el cuerpo. Y ya ni te digo cuando la suma de mascarilla,
lluvia y gafas difumina del todo el paisaje y acabas, sin darte cuenta, con el
pie dentro de un charco traicionero. Así que, para evitar estas situaciones
desagradables y conducentes a resfriados que no deseo, me toca comprobar
religiosamente, cada mañana, qué tiempo va a hacer.
Después de una semana de lluvias ininterrumpidas, me alegra ver muchos dibujitos de sol en la pantalla del móvil. Bueno, en realidad, en algunos días los soles aparecen atravesados por nubes. Pero no pasa nada. Lo novedoso es que va a haber mucho más sol que la semana pasada. Y que no se anuncian lluvias. Empiezo la semana, por lo tanto, ilusionado. Como soy un poco básico, no puedo evitar relacionar el inicio de la nueva semana con las cosas que suceden a mi alrededor. Pienso en el tiempo y en el paso del tiempo. Llama la atención que usemos la misma palabra (tiempo) para referirnos a dos cosas tan distintas. Aparentemente, una mucho más concreta -la lluvia, el frío, el calor- que la otra. Quizá sería menos confuso si, como en inglés, llamáramos a cada una con un nombre diferente. Weather. Time.
Mi pensamiento
básico gira en torno a la idea de interpretar el cambio en el tiempo (el inicio
de una semana que promete días limpios y soleados) como un golpe contra el pesimismo.
Como un resquicio de esperanza que afirma que la vida fluye y que no estamos
condenados a soportar interminablemente las adversidades que nos acechan hoy. Por
supuesto, como básico que soy, pienso en el maldito virus. El final de la
semana fría y lluviosa me inocula ilusión. Me hace pensar que en algún momento
se acabará este día de la marmota (referencia también básica, pero insoslayable)
que lleva alargándose desde marzo y que sólo ha traído dolor: legiones de muertos,
listas inagotables de hospitalizados, rostros con sonrisas amputadas por la mascarilla,
infinidad de besos y abrazos perdidos, y, en el caso de España, un nivel de enconamiento
político insostenible.
Aprovecho el
primer día de sol para pasear por Port Meadow, que se ha convertido en mi lugar
preferido de Oxford. Es un prado inmenso, atravesado por el Río Támesis y habitado
por patos, cisnes, vacas y caballos. Con todo el espacio del que disponen, me
hace gracia que las vacas estén siempre arrejuntadas, como si necesitaran darse
calor. Están todas apelotonadas en el inicio del prado y me toca sortearlas
para alcanzar el puente que cruza el río. Como en Inglaterra no es obligatoria
la mascarilla y no hay ninguna persona a la vista, me destapo la cara. Respiro
el aire fresco y sigo paseando. Cuando vine por primera vez aquí hace dos
semanas, saqué una foto a un árbol gigante que tenía la parte superior de su
copa cubierta de un color naranja que contrastaba con el verde que dominaba el resto de su cuerpo. Parecía la cresta de un gallo. Me hizo gracia y le hice
la foto. Hoy vuelvo a fijarme y observo que el árbol entero se ha teñido del
color naranja de la cresta.
Y es que, hay un momento del año en el que las hojas se ponen coquetas y se pintan de
rojo. Hartas de pasar desapercibidas por culpa de ese color verde que tenemos
tan naturalizado los transeúntes, deciden reivindicarse y dar un golpe sobre la
mesa. “Oye, que estamos aquí”. Se acicalan y se ponen guapas. Pasan del verde
al amarillo. Del amarillo al naranja. Del naranja al rojo. Y, normalmente, suelen
acabar vestidas de marrón. Agotadas ya de ponerse y quitarse tantos vestidos,
se dan por contentas y concluyen que ya están listas para partir al más allá. Caen
como las frutas que alcanzan la madurez, con la satisfacción de las cosas bien hechas.
El otoño en Oxford
es mucho más elocuente que en Valencia. Hay tantos más árboles, que la
sensación de desnudez cuando estos van desprendiéndose de sus hojas es mucho
mayor. Se van achicando poco a poco, dejando a su alrededor una alfombra de
hojas desechadas. Es la operación bikini más natural y barata de la historia. Aunque
quizá sea algo excesiva, porque deja a los árboles en los huesos, totalmente esqueléticos.
Cuando el viento ruge fuerte, las ramas se chocan y tintinean, sin ningún
escudo que amortigüe los golpes. Veo una hoja solitaria mecida por las aguas del río. Va
avanzando poco a poco, dando algunos rodeos. Pienso que a lo mejor llegará a
Londres. Aunque me entra algo de repelús sólo de pensarlo. El agua del Támesis
en Londres es de color marrón. Da asco. Parece más la fábrica de chocolate de
Willy Wonka que una prolongación del río limpio y cristalino que estoy observando
en este momento. Me da pena que esta pobre hoja pueda acabar corrompida por las
aguas putrefactas de la capital.
La caída de las hojas contribuye a mi optimismo. Me permite continuar con mis pensamientos básicos y positivos (quizá positivos precisamente por ser demasiado básicos). El otoño anuncia que el fin de año se acerca. Me imagino que faltará poco para que se llenen los Mercadona de polvorones. Y seguro que la campaña de Navidad de El Corté Inglés lleva ya días en marcha. El fin de año promete el inicio de uno nuevo. La naturaleza cambiante del tiempo es incuestionable. Hasta la misma agua que estoy viendo ahora mismo será distinta mañana, como ya dijo aquel sabio hace muchos años. Y, por la misma regla de tres, estamos cada vez más cerca de deshacernos del virus. Me doy cuenta, de hecho, de que llevo un buen rato sin pensar en él. No me he topado con nadie. Llevo mi mascarilla bien guardada en el bolsillo. No hay limitaciones a mis movimientos. Sólo me llegan el graznido de las aves y el mugido de las vacas. Pero, de repente, miro hacia abajo y veo mis zapatos completamente embarrados. El fango llega hasta la punta de mis vaqueros. Qué desastre. Me he olvidado demasiado rápido de las lluvias inclementes de la semana pasada. He estado paseando despreocupadamente, como si no hubieran tenido lugar. Pero ya se ha encargado la naturaleza de recordarme que no es tan fácil avanzar en el tiempo. Joder, a ver si acaba ya el maldito día de la marmota.
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