El otro día Ali
y yo bebimos más de la cuenta. No íbamos ebrios perdidos, pero sí bastante
contentillos. Que me lo digan a mí, que el día siguiente tenía una clase presencial
y estuve sufriendo durante dos horas el olor a cerveza que se había quedado
adherido a la mascarilla. Qué sensación tan anticlimática y desagradable. Pero
bueno, no me arrepiento. Había motivos de sobra para beber, ya que nos acabábamos
de enterar de que Oxford pasaba a la fase dos de restricciones, lo que
significaba que, a partir del fin de semana, al no ser convivientes, no íbamos a poder vernos
en lugares cerrados. Nos convocamos en un pub y allí que fuimos, dispuestos a agotar
los últimos cartuchos.
Nos echaron a
las diez. Ali me pidió que diéramos una vuelta antes de volver a nuestras
respectivas casas. Me dijo que quizá podíamos ir a comprar un falafel en un sitio
que tiene mucha fama. Yo le dije que todo chapa a las diez, que daba igual que
el sitio este fuera una caseta enclavada en plena calle. Pero mi matización fue
en vano. Ali insistía y nada, pues emprendimos el camino a por el falafel. Nos
dijeron que ya no podían vender comida, que lo sentían mucho. Así que nos dimos
media vuelta. En el camino de vuelta nos topamos con el cementerio adyacente a
la Iglesia St. Mary Magdalene. A mí este cementerio lleva impresionándome desde
que llegué a Oxford. Se encuentra en pleno centro de la ciudad, al lado de uno
de los colleges más emblemáticos, Baliol, y justo enfrente de un Tesco
enorme. Para los no familiarizados, Tesco es una de las dos marcas de
supermercado más extendidas del país. Cierra sobre las doce de la noche, así que
las colas que se forman después de las diez son enormes. La gente se arremolina
alrededor de la puerta, esperando su turno para entrar y así comprar alcohol que
permita completar la noche que el cierre prematuro de los pubs amenaza con
clausurar demasiado pronto.
Después de pasar
tantas veces por ese cementerio, mi estado de felicidad exacerbada me empujó a
tomar una decisión que no me había atrevido a tomar hasta ese momento. Decidí bautizar
a uno de los muertos que se halla oculto bajo una de las múltiples tumbas. Le
dije a Ali: “oye, esa tumba panchuda tiene cara de Juan. A partir de ahora ya tiene
nombre su habitante”. Me hizo gracia pensar en Juan asistiendo a la ceremonia
de su bautizo y diciéndole a otro bebé que también se bautizara ese día: “¿es
tu primera vez?”. Como James Franco en La Balada de Buster Scruggs, pero
al revés. Mientras yo hablaba de Juan, Ali me señaló una de las estatuas que componen
el monumento de los mártires, que se encuentra justo al lado del cementerio. “Oye,
a ese le han puesto una red delante, como si se fuera a caer”. Me hizo gracia.
Mientras el pobre Juan tenía que conformarse con habitar una tumba mohosa y
desgastada, a otros se les erigían monumentos con airbag incorporado.
Esa noche me
permití dirigirme a los muertos con desenvoltura. Pero os aseguro que sin los
efectos del alcohol no resulta tan sencillo. Más bien lo contrario, a mí me
sigue fascinando eso de que las ciudades inglesas estén atravesadas por filas interminables
de lápidas. El año pasado ya me llamó la atención cuando descubrí, en pleno centro
de Londres, los Bunhill Fields, un parque con no sé cuántos miles de muertos
enterrados por el que hay que pasar para ir de una parte de la ciudad a otra. En
Oxford he vuelto a sufrir la misma sensación de incomodidad. Para ir a mi Departamento,
tengo que caminar al lado de dos cementerios distintos. Pero lo que me
impresiona no es tanto el efecto de incomodidad que genera en mí, como la
naturalidad con la que el resto de los transeúntes pasa por al lado, como si
nada. No sé, hay muertos ahí, ¿no pensáis reaccionar?
Pero claro, es
que me da la sensación de que aquí en Inglaterra la muerte se aborda con una
ligereza mucho mayor que en España. Basta con pensar en la hilarante Un
funeral de muerte. Pero no sólo eso. Aunque se pueda emplear la palabra “cementery”,
aquí normalmente se utiliza “graveyard” para referirse a los lugares donde se
depositan los restos mortales. Literalmente, significa patio de tumbas. Los
ingleses se refieren a los jardines de su casa como “backyard”. Se necesitan
muy pocas letras para pasar de hablar del sitio que es remanso de paz y armonía
al lugar donde uno deja de sentir nada.
Yo, sin embargo,
estoy acostumbrado a pensar en los cementerios a la mañera española, donde en
cada población se reserva un lugar especial y apartado para verter los restos
mortales. Además, en los cementerios es de mala educación chillar. Hay que
respetar a los que ya no están entre nosotros. Los cementerios son lugares
sagrados, sea uno religioso o no. Allí se va a demostrar a quienes ya no están
que el lazo de afecto sigue intacto, aunque nos separe una vida de ellos.
Cuando pienso en cementerios pienso en el inicio de Volver, con Penélope
Cruz y su hermana, vestidas de luto, limpiando afanosamente la lápida de sus
padres. En Patria mismo hay muchas escenas que transcurren en el
cementerio, donde Bittori pierde los nervios cada vez que las aves ensucian la
tumba del Txato. A diferencia de los cementerios de Oxford, donde las
inscripciones son apenas perceptibles, en España se tiene que dejar claro quién
es el muerto. No sólo se esculpe el nombre en la lápida, también se ponen fotos,
o retratos a falta de estas. Natalia, la protagonista de Entre visillos,
es una niña huérfana de madre que no logra entender todos estos rituales y
convenciones en torno a los muertos: “Yo, como no la he conocido, me la he
inventado a mi manera, y desde luego no se parece a la que está en ese retrato.
(…) Yo a mamá la echo de menos muchas veces, pero nunca cuando vengo al
cementerio”.
A mí, ya digo, cuando
paso por al lado de estos cementerios desplegados en medio de la ciudad se me
erizan los pelos de la piel. No puedo evitarlo. No hay día en que no repare en
las lápidas. Además, al ser cementerios antiguos, la sensación de dejadez es
todavía mayor. Es como si se hubiera lanzado a los muertos a la intemperie, por
mucho que ocupen el codiciado centro de la ciudad. Cada lápida es de un tamaño
distinto, no hay simetría alguna, y a cuál más mohosa. Todo es tétrico y
sombrío. Los viandantes, sin embargo, ni se inmutan. Aparcan su bici delante y
no dedican ni una mirada al patio de tumbas. Lo mismo aquellos que esperan
sedientos de alcohol en la puerta del Tesco. Yo qué sé. Al menos podría producirles
un poquito de desasosiego. Pienso en El bosque animado, donde el bandido
Fendetestas, el personaje interpretado por Alfredo Landa, se harta de Fiz de Cotovelo,
el difunto que va vagando por el bosque y cuya presencia espanta tanto a los
lugareños que hace que dejen de pasar por ahí, para perjuicio del bandido, que no le
queda ya nadie a quien asaltar. Un punto intermedio no estaría mal.