Cuando en enero del año pasado visioné por primera vez la
película de Steven Spielgberg dedicada a la monumental figura de Abraham
Lincoln, quedé sorprendido por algunas artimañas poco éticas que en el filme se
atribuían a Lincoln. Más tarde, en verano, atrapé una prolija novela histórica
de Gore Vidal sobre el presidente estadounidense que me corroboraba finalmente
las estrategias poco democráticas que Lincoln llegó a abrigar durante su
presidencia. Aunque no debe olvidarse que estas triquiñuelas se desarrollaron
durante un contexto bélico (la devastadora Guerra de Secesión que tuvo lugar entre
1861 y 1865), resulta complicado omitir la falta de contenido democrático en la
conducta del “Viejo Abe”, cristalizada en medidas como la anulación del “habeas
corpus”, la censura sufrida por los periódicos esclavistas o la prolongación
voluntaria de la contienda.
El resultado de todas estas actuaciones embarradas de
insensibilidad democrática fue incontestablemente positivo, pues Lincoln logró
así que se aprobara la 13ª Enmienda que ponía fin a la esclavitud. Las
preguntas, sin embargo, saltan a la vista: ¿pueden “perdonarse” actos
antidemocráticos si a través de ellos se potencia la democracia (consideramos
que la emancipación de los esclavos es una conquista democrática)?, ¿es
repudiable una corrupción cuya voluntad no puede ser más positiva (la liberalización
de los esclavos)?, ¿resulta contradictorio tener que atacar a la democracia
para fortalecerla o, en otro caso, matar a seres humanos en aras de la
Humanidad? La pregunta que se abre paso entre todas las anteriores es la
siguiente: ¿el fin puede justificar realmente los medios?
Fue Nicolás Maquiavelo quien, en el Renacimiento, expuso con
claridad el pragmatismo que la política requiere. La moral y la fe, por lo
tanto, debían separarse de la toma de decisiones para dar paso a una política
que se ocupara principalmente de ajustarse a las circunstancias vívidas. De
nada importa que el camino seguido esté cargado de inmoralidad si el resultado
obtenido es el deseado. La relevancia del objetivo invalida cualquier juicio de
valor sobre los medios empleados para aproximarse a él. De esta práctica y
realista descripción del escenario político se desprende la inmemorial idea de
que el fin justifica los medios
Mourinho y su "fair play" |
El pragmatismo maquiavélico parece estar también presente en
la mayoría de los acontecimientos históricos revolucionarios. No resulta
extraño apreciar en las grandes revoluciones de los últimos siglos sucesos
auspiciados por las mismas que parecen atentar directamente contra los ideales
que abanderan. Salvo casos excepcionales, el derramamiento de sangre ha sido
frecuente en la mayor parte de las sublevaciones populares, hasta en aquellas
que, como en la Revolución Francesa, se defendían valores como la fraternidad. De
hecho, el gran Sthendal se preguntaba: “El hombre que quiere desterrar la
ignorancia y el crimen de la tierra, ¿debe pasar haciendo estragos, como las
tempestades; causando desgracias, como la fatalidad?”.
Bertolt Brecht, un siglo más tarde, parecía dar la razón a
Stendhal con los siguientes versos: “también la ira contra la injusticia pone
ronca la voz. Desgraciadamente, nosotros, que queríamos preparar el camino para
la amabilidad no pudimos ser amables. Pero vosotros, cuando lleguen los tiempos
en que el hombre sea amigo del hombre, pensad en nosotros con indulgencia.”. ¿Y
qué se supone que debemos hacer hasta que llegue ese momento de idílica
convivencia humana? ¿Debemos seguir pensando que los fines han de sobreponerse
a los medios? ¿Que matar puede llegar a ser beneficioso? ¿Que los medios son
vías “invisibilizables” y carentes de valor? ¿Debemos, en definitiva, claudicar
ante el poder de los fines y aceptar que éstos justifican los medios?
Bajo mi punto de vista, la celebérrima máxima que nos lleva
ocupando en este modesto escrito es bastante susceptible de ser matizada.
Debemos rehuir el simplismo para intentar abordar como es debido un desafío
intelectual tan poderoso y complejo como el que nos concierne en estos
momentos. A mi juicio, es menester fragmentar la máxima de “el fin justifica
los medios” en dos clasificaciones distintas. Una donde el fin perseguido sea
de esencia sencilla, y otra que recoja el conjunto de fines que entrañan una
profundidad esencial mayor. Déjenme explicarme:
Existe una notable diferencia entre aquellos objetivos que
son valiosos de por sí y aquellos otros que son valiosos por las consecuencias
que deben acarrear. Véase que no puede equiparse el deseo de ganar una guerra
por ganarla, que el deseo de ganar una guerra por instaurar un nuevo sistema.
Convendremos también en la inmensa relevancia de la que gozan los medios en
aquellos fines llenos de matices que necesitan obtener la legitimidad en el
proceso de su consecución. Entra en juego, pues, la perspectiva que quiera
aplicarse, si una más estrecha o una más amplia. Determinar cuál es el futuro
del fin. Qué porvenir desea cimentar. Lo difícil no es llegar, sino mantenerse.
Al igual que vencer no implica convencer. Es el convencimiento el que abona un
campo ideológico más duradero. Mientras que la mera victoria representa
simplemente un éxito sin vocación de durar. Un éxito destinado a celebrar el
propio éxito, con apenas perspectiva de futuro.
Podemos hablar, evocando a Bauman, de objetivos líquidos
para referirnos a aquellos esencialmente sencillos que se contentan con ser
cumplidos, sin prestar atención al camino transitado para su logro. Se tratan
de objetivos de base frágil, en ocasiones carentes de fundamento ético y que no
ven más allá del ansia por alcanzar el fin. Un millonario que se ha enriquecido
a base de descaradas tretas, habrá logrado el fin perseguido: amasar una gran
fortuna, pero no cuenta con que el mismo fin del que se vanagloria, puede
rebelársele a causa de la ausencia de solidez en los medios empleados para
alcanzarlo. Bien pueden llevarlo a la cárcel, denunciarle, condenarle al
ostracismo, dañar su imagen pública… La liquidez de los medios implica una
mayor capacidad de volatilización de los mismos. Asimismo, no es necesario que
una persona ajena emerja para revelar que las herramientas empleadas para la
consecución de un fin han sido ilegales o inmorales, sino que cabe reivindicar
y recordar el papel desempeñado por la ética, el juez omnipresente que
determina la validez moral de los actos en sociedad.
Ciudadano Kane |
Los fines de esencia simple pueden subsistir con holgura a
la falta de medios sólidos, en la medida en que la ambición esencial de los
mismos no es realmente grande, sino que más bien se conforma con su propia
consecución. Por el contrario, los fines con una hondura esencial mayor, no
pueden desentenderse de la relevancia de la pulcritud de los medios. Un equipo
de fútbol que se proponga marcar una época en la historia de este deporte, como
se propuso el Barça de Guardiola, no puede omitir los medios. De hecho, debe
levantar su obra histórica a partir de la forma en que se aproximan a la
victoria. Pues lo que de verdad debe preocupar no es tanto la victoria cuanto
la manera en que ésta se gesta.
Casos más complejos son aquellos no anejos al deporte o a
actividades relativamente más frívolas, como los dilemas de Lincoln, Orwell o
Brecht. Los fines abrigados por estos tres grandes personajes compartían una
vocación de futuro, por lo que no quedaban satisfechos por el mero hecho de
ganar una guerra, aunque es cierto que, sin ganar las diferentes guerras a las
que se enfrentaban, difícilmente podían habilitar el espacio necesario para el
desarrollo de sus objetivos. Unamuno, en su célebre incidente con Millán Astray, esgrimió a los franquistas: “Venceréis, porque tenéis sobrada fuerza
bruta. Pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir. Y para
persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha”. Este
maravilloso fragmento del incisivo discurso de don Miguel nos regala una
premisa fundamental: vencer no significa convencer. Para que un proyecto salga
realmente victorioso, debe convencer a través del uso de la razón.
Unamuno increpado por fascistas |
Suena muy desalentador y contradictorio el hecho de que la
razón deba en ocasiones imponerse en aras de la propia razón. Esta especie de
paradoja daría a entender que, efectivamente, el fin justifica los medios. Pues
para lograr un futuro más racional, se extirpa la irracionalidad del presente
mediante herramientas poco racionales que fijan como fuente inspiradora y
estimulante a la razón que debe consolidarse. Los fines que entrañan una
profundidad esencial mayor, como es el caso, y que poseen un gran conjunto de
matices, no pueden, sin embargo, omitir el riesgo que supone debilitar la
consistencia racional y moral de los medios. Pues, aunque “el hombre que quiera
desterrar la ignorancia y el crimen de la tierra (acercarse a su fin), debe
pasar haciendo estragos, como las tempestades; causando desgracias, como la
fatalidad”, pierde bastante legitimidad por el camino. Se aproxima al fin en el
presente del mismo modo que se aleja de él en el futuro. La inexorable liquidez
de los medios dificulta la consolidación del fin a largo plazo.
Resulta notablemente complejo asegurar una larga vida a un
fin plenamente racional que ha sido alcanzado de manera irracional, así como
resulta laborioso conservar un sistema donde reinen la libertad, la igualdad y
la fraternidad, cuando la gestación del mismo ha atentado contra estos ideales.
Por esta razón, podemos colegir que, aunque los medios líquidos hayan podido
acercar al fin, cuando se trata de un fin de profundidad esencial, deviene
inmensamente difícil que el verdadero fin pueda alcanzarse de verdad, debido a
la debilitación de los medios que hace perder legitimidad y, por consiguiente,
posibilidad de consolidarse del fin.
Como conclusión, podemos afirmar que el fin justifica
siempre los medios cuando se trata de un fin de esencia angosta, mientras que
en los fines más profundos y ambiciosos, con vocación de perdurar, el fin puede
justificar los medios, pero esta maniobra es la mayoría de veces
insatisfactoria, ya que fines sólidos requieren medios sólidos. El problema
reside en la imposibilidad de perpetrar medios sólidos en contextos donde son
sistémicamente rechazados. Es aquí donde emerge la intricada realidad que nos
toca vivir, llena de dilemas, contradicciones y confrontaciones. Deficitaria en
plenitud y, como consecuencia, ávida siempre de sueños que batallen por lo que
parece imposible. Ojalá algún día lleguen esos tiempos que imagina Brecht, en
que el hombre sea amigo del hombre. En que el hombre que quiera desterrar la
ignorancia y el crimen de la tierra, no deba pasar haciendo estragos y causando
desgracias.