Es
realmente curioso observar cómo quienes abanderan el neoliberalismo exigen
constantemente la privatización de los servicios suministrados por el Estado
aduciendo que la interferencia de éste en el mercado supone un grave ataque a la
libertad de los individuos. Es curioso especialmente por cuánto se enfatiza en
la palabra libertad, empleada ya con tal frecuencia que acaba convirtiéndose,
en boca de estos abanderados neoliberales, en una palabra completamente vacía.
¿Cómo
pueden las fuerzas políticas a las que se les llena la boca hablando de
libertad lanzar incesantes calumnias hacia los movimientos sociales que bregan
por recuperar la soberanía ciudadana? ¿Cómo pueden los apologistas de la
libertad individual defender al mismo tiempo un sistema ferozmente hermético? ¿Cómo
pueden los grandes defensores de la libertad malversar de un modo tan miserable
la esencia de este ideal reduciéndolo a la libertad económica? ¿Cómo pueden, en
fin, ser tan radicalmente cínicos?
El
liberalismo económico que el neoliberalismo propugna intenta encumbrarse
cobijándose bajo el amparo del liberalismo político en una operación revestida
de una manipulación de los conceptos inadmisible. El liberalismo político se caracteriza por
defender robustamente la división de poderes, así como el reconocimiento del
derecho de todos los individuos a la participación política. Esta visión del
individuo que se desprende del liberalismo político difiere enormemente de la
del neoliberalismo, que concibe al individuo como un sujeto capaz de participar
en los intercambios económicos sin la intervención del Estado. Olvidando una
consecuencia que ya apuntaba Rousseau más de dos siglos atrás: “la libertad sin
igualdad no existe”. En nuestro contexto neoliberal, sólo goza de libertad
aquél que dispone de medios económicos con los que desenvolverse en el marco
del mercado. José Luis Sampedro explicaba este suceso con gran brillantez, más
o menos venía a decir: “la libertad equivale a lanzar al vuelo una cometa. Pero
no cabe olvidar que la cometa debe ser sujetada a través de una cuerda (la
igualdad), porque si no, terminará por escapársele a uno de las manos”.
El
neoliberalismo vende una imagen de la libertad falsa, engañosa y deletérea. ¿Acaso
gozan de una libertad verdadera aquellas personas olvidadas por el sistema que
pujan cada día por sobrevivir, ese 10% de la población más pobre que ha perdido
un tercio de sus ingresos entre 2007 y 2010, por sólo el 1% perdido entre los
más ricos? ¿Puede existir la libertad en un mundo globalizado donde los 85
individuos más ricos concentran la misma riqueza que los 3.000 millones más
pobres? ¿De qué libertad disfrutan las personas desclasadas que consumen su
existencia sobreviviendo, es decir, no muriendo, en lugar de viviendo?
Suena a
broma de mal gusto que el neoliberalismo se apropie la defensa del liberalismo
político cuando sus principios trazan una sociedad compuesta por individuos despojados
de sus facultades de sujeto, individuos confinados en el margen de maniobra
(condicionado por la renta de cada uno) que habilita el mercado y expulsados
del escenario de la política, que pasa a estar invadido por los poderes
económicos y financieros. Individuos susceptibles de continua domesticación a
través de la construcción de un estadio económico presidido por el consumismo
voraz, por la máxima de “compro, luego existo”, por el insostenible
comportamiento del “usar y tirar”. Posturas alienantes inoculadas por un sistema
dirigido por las veleidades capitalistas y el anhelo de perpetuidad.
El
liberalismo político se caracteriza, en contraposición del neoliberalismo, por
reconocer la potencialidad del ser humano, por convertirlo en ciudadano y protegerlo
a través del lanzamiento de textos jurídicos encaminados a garantizar sus
derechos y libertades. El liberalismo político deposita la confianza en la
ciudadanía, velando por la invulnerabilidad de la autonomía de los ciudadanos,
que deben ser los directores de la actividad política mediante el desempeño de
su voluntad individual, que converge en una voluntad general que organiza la
vida política. Pues el liberalismo político sólo puede explicarse como una
evolución de las ideas contractualistas que reivindican la soberanía derivada
de los ciudadanos. Se toma en consideración la autonomía individual del ser
humano no de manera aislada como hace el neoliberalismo, sino como condición
para levantar un edificio colectivo que garantice la convivencia de los seres
humanos. Se trata de un reconocimiento inclusivo de la autonomía, no exclusivo.
La autonomía presentada como la capacidad individual de cada sujeto para
participar en los acontecimientos vitales con el ejercicio de su
responsabilidad.
La
libertad abrigada por el liberalismo político se basa, por lo tanto, en el reconocimiento
de la posibilidad de actuación de cada ser humano, que garantiza de este modo
la facultad política de los individuos para poder incidir en el funcionamiento
del contexto político en que se hallan enmarcados. Así que, a diferencia del
comportamiento propugnado por las fuerzas políticas neoliberales, el
liberalismo político invita a la participación ciudadana, a la organización
asamblearia y a la asociación de los sujetos políticos. Los movimientos
sociales que tanto aterran a los abanderados del neoliberalismo bregan, además,
por recuperar la libertad de aquellos individuos desechados por el mercado que
se encuentran instalados en una desigualdad intolerable que les incapacita
políticamente. Son estos movimientos sociales quienes de verdad luchan por la
libertad y por los derechos políticos usurpados. Por eso tiemblan los
neoliberales, quienes, al oponerse con aspereza y violencia verbal a estas reivindicaciones sociales no han conseguido sino desenmascarase por completo: no
anhelan la libertad, es la libertad lo que les aterroriza.
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