“Sólo sé que no sé nada” profería Sócrates en el siglo V
antes de Cristo. Es evidente que la Humanidad ha evolucionado lo indecible en
los más de dos mil años que nos separan del instante en que la cita célebre fue
declamada: nos transportamos a países lejanos en cuestión de horas, construimos
edificios mastodónticos, nos curamos de enfermedades anteriormente letales,
vivimos una media de ochenta años (en Europa), nos comunicamos instantáneamente
con personas que habitan en la otra punta del planeta, rompemos la mortalidad de
los acontecimientos con aparatos innovadores que reproducen imágenes pasadas o
ficticias… En resumidas cuentas, disfrutamos de inmensas comodidades con las
que ni siquiera podía fabular Sócrates.
Sin embargo, el ser humano, con detestable frecuencia,
continúa dirimiendo los conflictos de forma violenta a través de infames
guerras que inundan el escenario mundial y nos fuerzan a cuestionar la magnitud
y las limitaciones del beatificado progreso. Asimismo, la desigualdad y las
discriminaciones de todo tipo subsisten empujando a incontables seres humanos a
existencias desdichadas e indeseables. La evolución en la ciencia y en el mundo
del pensamiento en general ha sido incapaz (hasta el momento) de dibujar un
planeta suficientemente justo y habitable por todos. Parece ser que, aunque
creamos que sabemos infinitamente más que en los tiempos de Sócrates, no
sabemos tanto. O quizá no sepamos nada. Urge, por lo tanto, reivindicar el
principio destacado por el filósofo ateniense para intentar salir de las
desventuradas circunstancias que nos ahogan en el presente.
Es necesario comenzar haciendo hincapié en la paradoja que entraña
el principio socrático: aunque se diga que no se sabe nada, se sabe, sin
embargo, lo más importante: que no se sabe nada. La esencia de esta idea
estriba en la diferencia que existe entre no saber nada y ser consciente de no
saber nada. Entre ser ignorante y saberse ignorante. Se presupone en quien es
consciente de no saber nada una mínima avidez de conocimiento que le lleva a
descubrir su propia ignorancia. Al proponerse uno colocarse en el camino del
conocimiento, se topa con continuas lagunas que las asimila con el fin de, una
vez tomada conciencia de ellas, intentar colmarlas. Pues cuando uno se esfuerza
por saber, dilucida en el trayecto aquello que no sabe y que se apresurará en
intentar conocer en el futuro. Además, reconocer que no se sabe nada denota
poseer un sabio conocimiento sobre el mundo, ya que implica aceptar las infinitas
limitaciones que el mismo impone a nuestras capacidades cognoscitivas: conocer en
su totalidad el mundo y las ingentes dimensiones creadas dentro de él por el
ser humano es una tarea inabarcable e irrealizable. Por esta razón, debemos partir
siempre de la premisa de que, por mucho que sepamos, nunca sabremos lo
suficiente.
Evoco la humildad socrática porque considero que para salir
de las fangosas circunstancias del presente es inevitable retornar a nuestro
desconocimiento. Debemos regresar a la premisa socrática de que no sabemos nada
para empezar a saber. Abstractamente, es necesario “desmontar” todos los
conocimientos y avances que hemos cosechado en los últimos siglos con el fin de
entonar una perspectiva que nos permita observar nuestra relación con el mundo
de una forma más natural y humana, desprovista de las nuevas realidades activadas
por los conocimientos y elementos artificiales forjados en las recientes épocas
por nuestra razón y nuestro ingenio. No significa esto menospreciar y abandonar
todos los avances, sino impregnar a éstos de una nueva ética que dimane de una
perspectiva de la vida más humana y sencilla.
Cuando aplicamos el principio socrático descubrimos que, por
muchas construcciones artificiales levantadas para proteger al ser humano de la
intemperie física a la que se le aboca en sus orígenes, es rotundamente
inevitable salvar al mismo de la intemperie vital. No es preciso conocer los
avances producidos en los dos últimos milenios para inferir que la mortalidad
es común a todos los seres humanos. Que el presuntuoso millonario que vive en
una mansión vigilada, aislada del resto de personas y provista de todos los
lujos imaginables, va a morir en algún momento igual que aquel pobre andrajoso
que menesterosamente sobrevive durmiendo debajo de un puente. La muerte es el
eje equilibrador de la vida del ser humano, es el punto en el que converge toda
la Humanidad.
Sabiendo nada, sin dominar los conocimientos propalados en
los últimos dos milenios, sabemos lo más importante: la clave para poder forjar
un mundo que se desmarque definitivamente de la falta de ética imperante hoy en
día, consiste en educar en ese conocimiento de conciencia de la ignorancia, en
la humildad socrática que permite entender que irremisiblemente nos hallamos
instalados todos los seres humanos en la misma intemperie vital, independientemente
del sexo, la raza, la nacionalidad, la ideología, la orientación sexual, el
nivel adquisitivo… Nuestra sociedad necesita urgentemente repensar la muerte en
conjunto para poder establecer una convivencia más armoniosa y justa entre los
seres humanos. Para poder comprender cabalmente que todos los seres humanos
somos iguales en la medida en que todos morimos por igual.
Existe, no obstante, en nuestra sociedad del conocimiento masivo,
cierta reticencia a situar la muerte en nuestras vidas. Como si produjera un
pánico atroz pensar demasiado sobre nuestro insoslayable sino. Tengo la
impresión de que cuesta pensar la muerte por cuán complejo resulta, especialmente en una
sociedad tan pretenciosa como la nuestra, asimilar que somos seres finitos. Se la
rehúye pensando que de este modo va a anularse y a posponerse eternamente, pero
el principio socrático nos enseña que no sólo existen límites sobre el
conocimiento, sino que también los existen sobre la propia vida. Empezamos a
morir nada más nacer. No puede esquivarse el pensamiento sobre la muerte porque se trata del eje equilibrador de la vida del ser humano.
La aceptación y comprensión de la muerte como suceso común a
todos los seres humanos crea necesariamente una empatía entre éstos al hacerlos
entender que se encuentran abandonados en la misma intemperie vital. Equipara la
vida y la dignidad de todos ellos, que pasan así a recelar de las situaciones
de desigualdad y sufrimiento humano. Por lo tanto, no queda otra que volver a la sencillez y
humildad socráticas para proyectar un mundo más justo, más solidario, más ético y más atractivo. Ya que nada sabremos hasta que no humanicemos el progreso humano.