Me indigno. Soy una persona que
vive en un estado constante de indignación. Este sentimiento predominante en mí
se debe a que quiero dedicarme a la política y no encuentro a ninguna persona
que me aliente a ello. Más bien, todo lo contrario. Vivo en un país donde la
profesión del político sufre tal desprestigio que todos mis seres queridos me
sugieren que traslade mi pasión por la política a cualquier otro ámbito. Me
comentan, con una seguridad alarmante, que si de verdad quiero ser político,
tendré que perder mis principios y, por supuesto, carecer de ética. También
afirman que sería un esfuerzo estéril, puesto que no podría cambiar nada. Sin
embargo, yo me mantengo firme en mi postura y en mi deseo. Llámenme iluso si
quieren.
Criticar a los políticos ha sido
siempre una afición muy expandida entre los ciudadanos. Esta costumbre se ha
agudizado, más aún si cabe, en la actualidad, debido a la gran crisis en la que
estamos sumidos. El país no avanza económicamente. Asimismo, los políticos contribuyen
al menoscabo de su profesión corrompiéndose. Cuántos recortes nos habríamos
ahorrado sin corrupción… Tenemos la sensación de encontrarnos en un callejón
sin salida. Nuestro denodado esfuerzo por encontrar la luz que nos permita
salir de esta sórdida situación, es en vano. Nos sentimos impotentes ante la
crisis y las injusticias que ella acarrea. Sentimos que está lejos de nuestro
alcance poder hacer algo para paliar la indeseada situación en la que vivimos. Frente
a ello, rehusamos participar en la vida política. Consideramos que es indigno
participar en una profesión tan degradada. Consideramos que no vamos a poder
cambiar nada en la política, la cual nos contaminaría mutilando nuestros principios y valores.
Estigmatizamos al mundo político
actual por su palpable degradación. No nos queremos sentir identificados con
aquellos políticos cuya única finalidad es el beneficio personal, normalmente
económico; ni con aquellos otros que se caracterizan por la abundancia de
falacias o el incumplimiento de sus promesas electorales. Tampoco nos agrada vernos
representados por personas impresentables e incompetentes. No obstante, no es
suficiente adoptar una postura de indignación, porque la indignación política
se convierte fácilmente en conformismo. ¿De qué sirven la indignación o la
denuncia de las injusticias sin actuación? Nuestro conformismo, en este caso la
reticencia que mostramos a participar en la política, propicia el incremento de
motivos para indignarnos. Estamos favoreciendo, de esta forma, la proliferación
de aquellos políticos que tanta indignación despiertan en nosotros, dado que
éstos no encuentran ninguna oposición dentro del ámbito político que les pare
los pies. El político corrupto va a continuar siendo corrupto a no ser que
surjan nuevos políticos que le aten las manos y promuevan una fuerte sanción de
la corrupción. Los políticos van a seguir priorizando la economía a la
sociedad hasta que no aparezca una nueva
generación de políticos que tome medidas diferentes. Se rechaza el comercio con
Cuba por el hecho de ser una dictadura comunista. Sin embargo, se promueve la
relación con China por ser capitalista, aunque también se fundamente en un
sistema dictatorial. Los adjetivos, es decir, comunista y capitalista, que
representan a la economía, cobran más
importancia que el sustantivo, dictadura,
el cual entronca con lo social.
Este tipo de injusticias que tan
presentes están en nuestro mundo, van a seguir abundando a no ser que, quienes
nos indignamos, comencemos a participar en la vida política. No podemos esperar
un cambio procedente de quienes no sienten ni se ven afectados por las
injusticias. Somos nosotros, los indignados, los insatisfechos, los
protestantes; quienes debemos tomar parte en un mundo que tanto nos concierne. De
otra forma, nuestra conformista indignación no logrará más que incrementarse a
ella misma.
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