Como contaba la
semana pasada, desde hace cinco años se han instalado unos ruidos en mi cuarto
que proceden de los vecinos que se mudaron a la casa de al lado y que tienen el
salón pared con pared con mi habitación. Me costó muy poco tiempo adivinar que
él se llama Paco, pues su mujer se pasa el día gritándole, hablándole con una
voz aguda e hiriente que atraviesa no sólo las paredes, sino también mis
tímpanos. Tienen una puerta corrediza en el salón y oigo cómo se va deslizando
durante el día, sometida a un trajín propio de una película de los hermanos
Marx. En realidad, es ella la que va saliendo y entrando, casi siempre con una
recriminación nueva para Paco, que es un hombre sedentario que se pasa el día
con el culo ahuecado en el sillón que está pegado a mi pared. Sus movimientos y
conversaciones se han convertido en un rumor casi permanente en mi vida, un
ruido de fondo del que no puedo escapar. Mientras trabajo en mi escritorio, a
veces me descubro alargando las piernas hacia la pared, como si pudiera empujar
despacio y con sutilidad, sin que él se dé cuenta, su sillón y alejar de mi
cuarto el runrún de su cotidianidad.
Paco se pasa el
día al teléfono. Después de cinco años, todavía soy incapaz de discernir a qué
se dedica, si trabaja o está jubilado. Su vida antes de la pandemia ya era sedentaria
y carente de ningún horario, así que no sé. Un trabajador al uso no debe de
ser. En todo caso puede que sea comerciante. Un vendedor como la copa de un
pino, engatusador, jovial, espontáneo y muy campechano. Basta con oír sus
carcajadas cuando está al teléfono. Debe de ser muy bueno en el trato con los clientes: les da palique, los escucha, les ríe sus tonterías, les cuenta anécdotas. Habla
con mucho desparpajo. A diferencia de su mujer, tiene una voz muy grave que
envuelve el ambiente de cierta calidez. Es una voz radiofónica, muy bonita, un
arma más para embaucar a los clientes.
Paco es un cuñado
de manual. El cuñado español por excelencia. Escandaloso, chabacano, muy
natural, asertivo, sin remilgos a la hora de hablar, orgulloso de ser sincero y
no amilanarse a la hora de dar su opinión, extremadamente simpático. Tan
simpático que es imposible no tenerle algo cariño pese a que te martillee con
sus carcajadas y sus gritos y desprenda un olor a macho ibérico que te deja
colocado el resto del día. Cada tarde interviene en las videollamadas que su
mujer hace con su madre (el hecho de que su mujer tenga todavía madre y, más
aún, una madre capaz de utilizar un smartphone, me empuja a descartar que
estén jubilados). Es una intervención fugaz, pero efectiva. Le da tiempo a
llenar a su suegra de lisonjas: “Carmen (así se llama), pero qué guapa vas hoy.
Por favor, estás radiante, preciosa, espléndida. Te veo fenomenal”. Ah, se me
olvidaba, Paco es también muy zalamero.
Pero no tiene sentido asumir que trabaja como
comerciante sólo porque haga un uso masivo del teléfono, ya que por la noche
también lo utiliza y está claro que no es para hablar de negocios. Sobre las
doce de la noche y la una de la mañana, se pone a conversar con un amigo. Imagino
que su mujer estará en la otra punta de la casa, ya dormida en su habitación,
porque no le hace ninguna visita. Siempre me he preguntado con quién narices
hablará Paco a esas horas tan retorcidas. Tiene que ser un muy buen amigo o una
persona también desocupada, que no tiene que madrugar y que necesita aliviar la
soledad con llamadas. Confieso que a veces he especulado con que son amantes
clandestinos, me he imaginado a Paco esperando como agua de mayo a que su mujer
se acueste para así aprovechar y llamar a su verdadero amor. Siempre he asociado
al otro interlocutor con un hombre, no sé por qué. Quizá soy un basicote, pero el
tono de la conversación me parece demasiado brusco y abrupto como para que en
la otra línea se encuentre una amante femenina. En realidad, el tono encierra
tan poca intimidad y cariño que se me hace complicado pensar en serio en ningún
amante. Punto. Ni femenino ni masculino. Pero entonces, ¿quién narices es? El
asunto me parece todavía más misterioso. Si no le une a esa persona un secreto inconfesable
y morboso, ¿qué demonios le une para que hablen sin falta todas las noches?
Hace poco leí que
siempre es un aliciente en la cotidianidad de cualquiera tener delante un
escenario y espiarlo con impunidad. Eso es un poco lo que me pasa a mí (o lo
que quiero convencerme de que me pasa). Mis vecinos han llenado mi habitación
de ruido y de misterio. Lo primero lo he intentado solucionar dando golpes a la
pared, elevando un poco la voz rogándoles que por favor se callen cuando es la
una de la mañana y no me dejan dormir, pero ha sido siempre en vano. ¿No se
dice eso de que si no puedes con tu enemigo más te vale unirte a él? Pues eso he
hecho yo. Ya que no me puedo quitar de encima el rumor que procede de esa casa,
pues qué menos que instalarme de verdad en ella e intentar comprender qué sucede
al otro lado de mi pared. Con este propósito me he provisto de un instrumento
tan simple como útil: un vaso. Mis hermanos lo descubrieron hace poco en mi
escritorio y se quedaron flipando cuando les respondí que llevaba varios meses utilizándolo.
Juegan un poco el papel de Thelma Ritter en mi película favorita. Noto que con
la mirada me dicen: “estás observando un mundo secreto y privado. Todos hacen
cosas en la intimidad que no pueden explicar en público”. Y no se lo puedo
negar, invado la intimidad de mis vecinos desconocidos, pero me gustaría alegar
que ellos han invadido la mía antes y que, ya que me dan la murga todo el día,
qué menos que enterarme un poco de qué hablan, a qué se dedican, qué
hacen. Si todavía me seguís respetando después de esto y estáis interesados en
saber algo más sobre la vida de Paco, no os preocupéis: habrá siguiente
capítulo.
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