"Sin libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor". José Luis Sampedro

viernes, 19 de marzo de 2021

En obras

 

Mi habitación solía ser un lugar cálido y acogedor, perfecto para cultivar soledades tranquilas. No había ningún ruido que perturbara el silencio que reinaba en ella ni que, por lo tanto, interrumpiera mis lecturas nocturnas, mis siestas o las encarnecidas luchas en las que me enzarzaba con las leyes que tenía que aprenderme de memoria para Derecho. Por desgracia, como casi todo lo bonito en la vida, la tranquilidad llegó a su fin hace cinco años. Estaba estudiando cuando, de repente, empecé a oír golpes de taladros y martillos. Mi pared vibraba como si fuera una discoteca y, a través del patio al que da mi habitación, podía ver cómo salía polvo de las ventanas de la casa contigua a la mía, serpenteando como el humo que sale de las chimeneas en Navidad, sólo que envolviendo el ambiente de una sensación muy opuesta: de zozobra y desasosiego. Pum, pum, pum. A los valencianos nos gusta el ruido, pero en fallas ya cubrimos el cupo para todo el año. No necesitamos más. Pum, pum, pum.

Así tuve que aguantar durante varios meses, especialmente duro fue el mes de enero, en plena época de exámenes. Intentaba regatearle tiempo al ruido y me levantaba con ese propósito horas antes de que se pusieran manos a la obra (nunca mejor dicho) los obreros. Aún no había descubierto la magia de los tapones, así que, una vez reanudaban el trabajo, no había manera de amortiguar el ruido más que con música, lo que tampoco facilitaba encontrar la concentración que con tanta ansia buscaba. Pum, pum, pum. Sobreviví la época de exámenes (aunque con secuelas que mis hermanos aún me señalan hoy con humor y un poco de mala baba) y los meses de después el ruido disminuyó un poco y se hizo más llevadero.  

Había estado tan consumido y obsesionado por las malditas obras que no había reparado en que no constituían un fin en sí mismas, sino que más bien abrían un período de transición que acabaría inevitablemente con unos nuevos vecinos instalándose en la casa de al lado. Las paredes de mi casa son extremadamente finas. Gran parte de la tranquilidad disfrutada los años anteriores se debía precisamente a que nadie habitaba la casa de al lado. Un día de repente empecé a registrar sonidos nuevos en mi cuarto. Voces. Gritos. Carcajadas. Os reirías de mí si os figurarais la cara de susto que se me puso. ¿Más ruido? ¡¡¿Más ruido?!! Esos sonidos se asentaron gradualmente y confirmaron mi mayor temor: que iba a tener que convivir con ruidos ajenos a los míos.

Desde ese día hasta hoy he estado viviendo pared con pared con dos vecinos, un señor y una señora, a los que aún no he podido conocer. Su casa pertenece al portal siguiente al mío, así que no compartimos zaguán ni trayectos incómodos en ascensor. El único contacto visual que puedo establecer con ellos es a través del patio, pues desde mi escritorio avisto sus ventanas, pero éstas son todas traslúcidas y nunca las abren, no les va eso de airear las habitaciones y mira que se pasan todo el día encerrados en casa.

No os preocupéis, en el siguiente capítulo os hablaré de ellos.

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