Mi habitación solía
ser un lugar cálido y acogedor, perfecto para cultivar soledades tranquilas. No
había ningún ruido que perturbara el silencio que reinaba en ella ni que, por
lo tanto, interrumpiera mis lecturas nocturnas, mis siestas o las encarnecidas
luchas en las que me enzarzaba con las leyes que tenía que aprenderme de
memoria para Derecho. Por desgracia, como casi todo lo bonito en la vida, la
tranquilidad llegó a su fin hace cinco años. Estaba estudiando cuando, de
repente, empecé a oír golpes de taladros y martillos. Mi pared vibraba como si
fuera una discoteca y, a través del patio al que da mi habitación, podía ver
cómo salía polvo de las ventanas de la casa contigua a la mía, serpenteando
como el humo que sale de las chimeneas en Navidad, sólo que envolviendo el
ambiente de una sensación muy opuesta: de zozobra y desasosiego. Pum, pum, pum.
A los valencianos nos gusta el ruido, pero en fallas ya cubrimos el cupo para
todo el año. No necesitamos más. Pum, pum, pum.
Así tuve que
aguantar durante varios meses, especialmente duro fue el mes de enero, en plena
época de exámenes. Intentaba regatearle tiempo al ruido y me levantaba con ese
propósito horas antes de que se pusieran manos a la obra (nunca mejor dicho) los
obreros. Aún no había descubierto la magia de los tapones, así que, una vez reanudaban
el trabajo, no había manera de amortiguar el ruido más que con música, lo que
tampoco facilitaba encontrar la concentración que con tanta ansia buscaba. Pum,
pum, pum. Sobreviví la época de exámenes (aunque con secuelas que mis hermanos
aún me señalan hoy con humor y un poco de mala baba) y los meses de después el
ruido disminuyó un poco y se hizo más llevadero.
Había estado tan
consumido y obsesionado por las malditas obras que no había reparado en que no constituían
un fin en sí mismas, sino que más bien abrían un período de transición que acabaría
inevitablemente con unos nuevos vecinos instalándose en la casa de al lado. Las
paredes de mi casa son extremadamente finas. Gran parte de la tranquilidad disfrutada
los años anteriores se debía precisamente a que nadie habitaba la casa de al
lado. Un día de repente empecé a registrar sonidos nuevos en mi cuarto. Voces.
Gritos. Carcajadas. Os reirías de mí si os figurarais la cara de susto que se
me puso. ¿Más ruido? ¡¡¿Más ruido?!! Esos sonidos se asentaron gradualmente y confirmaron
mi mayor temor: que iba a tener que convivir con ruidos ajenos a los míos.
Desde ese día
hasta hoy he estado viviendo pared con pared con dos vecinos, un señor y una
señora, a los que aún no he podido conocer. Su casa pertenece al portal siguiente
al mío, así que no compartimos zaguán ni trayectos incómodos en ascensor. El
único contacto visual que puedo establecer con ellos es a través del patio,
pues desde mi escritorio avisto sus ventanas, pero éstas son todas traslúcidas
y nunca las abren, no les va eso de airear las habitaciones y mira que se pasan
todo el día encerrados en casa.
No os
preocupéis, en el siguiente capítulo os hablaré de ellos.
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