Salgo de casa para ir a la compra
como todas las mañanas. Al girar en la primera esquina de la manzana, me topo
de bruces con un ser humano que naufraga en la pobreza. Paso todas las mañanas
por su lado y, sin embargo, es como si cada mañana fuera la primera. No logro
habituarme a la desgarradora experiencia de ver a un semejante ahogándose en la
miseria. No sé cómo actuar cuando atravieso la esquina en la que se arrebuja
esta persona arrancada ignominiosamente de la sociedad: dudo entre darle unas
monedas, pasar de largo con forzada indiferencia o lanzarle una sonrisa
compasiva. No sé qué podrá resultarle menos ofensivo, pero sí sé que ninguna de
estas acciones contribuirá a mejorar su porvenir.
No puedo evitar reparar en su
mirada desamparada, en la pesadez de sus facciones, en sus labios perdidos, en
su sorda voz que desesperadamente reclama clemencia, en los efectos turbadores de
un rostro desfigurado por la impotencia causada por un horizonte arrebatado.
Navego por las imágenes de su familia expuestas en el precario cartón al que se
aferra en última instancia para recibir auxilio de los afortunados que
sorteamos su inquietante presencia, y me imagino las menesterosas y desdichadas
vidas de sus hijos y de sus hijas, unas vidas esterilizadas desde el inicio por
una civilización adentrada en un vertiginoso proceso de deshumanización.
Miro a su alrededor y me conmuevo por el abrumador impacto que origina la visión del mundo feliz que fluye profusa y despreocupadamente fuera del espacio en el que se asienta este ser humano: hombres y mujeres libres que cargamos bolsas llenas de alimentos, de ilusiones y de excesos, que nos desplazamos en automóviles confortables y calientes, que gritamos de júbilo y lloramos de pena. Observo nuestro ilimitado mundo y le observo a él confinado en un rincón inmundo donde su vida transcurre congelada por las frías cercas de la desesperanza. No vive aunque vive. No muere, aunque ya está muerto.
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