Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los
hombres es una obra imprescindible para aproximarse al pensamiento de
Rousseau. En este libro, el gran filósofo francés sostiene que el ser humano en
el estado de la naturaleza era libre e independiente. Carente de cualquier
capacidad de raciocinio y confinados sus intereses a la satisfacción del deseo
de conservación, el ser primitivo era un ser excepcional y robusto que se las
arreglaba perfectamente para sobrevivir. Era un hombre animal que se inquietaba
principalmente por encontrar los recursos suficientes con los que saciar su
apetito. Además, a diferencia del hombre civilizado, sentía piedad ante el
dolor de los semejantes. En el estado de naturaleza, no existían ni las familias,
ni las sociedades, ni los sistemas políticos, tampoco la propiedad. El ser
primitivo vivía de manera autónoma en los bosques, sin relacionarse con el
resto de seres humanos. Estaba desprovisto de las facultades racionales de
abstracción de las que hoy goza, por lo que no podía remitir a realidades
metafísicas ni cultivar ningún tipo de reflexión. Era un ser simple y
autosuficiente que se contentaba con poco y que ni siquiera necesitaba recurrir
al lenguaje.
Con el transcurso del tiempo y con
la sucesión de cambios en el entorno, el ser primitivo se vio forzado a
adaptarse a las nuevas circunstancias que iban apareciendo, por lo que empezó a
desarrollar distintas destrezas como la de construir arcos o la de encender
fuegos. Gradualmente, fue adquiriendo y almacenando conocimientos que le
facilitaban la lucha contra las inclemencias geográficas y medioambientales. Se
inició en el lenguaje y comenzó a perfeccionar la capacidad suprasensorial.
Como consecuencia, se valió de las ramas de los árboles para levantar cabañas
en las que poder asentarse y vivir con mayor estabilidad. En estas incipientes
residencias, el hombre y la mujer primitiva pudieron tejer por primera vez
lazos amorosos, lo que dio origen a las familias. Se construyeron nuevas cabañas
en torno a las iniciales, dando paso a una concentración de familias de la que
brotó la sociedad.
Según Rousseau, la inmersión del
hombre en la sociedad constituyó la primera perversión de la pureza propia del
estado de naturaleza. Al introducirse en la sociedad, el ser primitivo dejó de
obtener la felicidad del resultado exitoso de sus actos. Ahora la satisfacción
la encontraba especialmente en la relación con los demás. Nuevos sentimientos
como el de la venganza, el de la envidia o el del prestigio aparecieron a raíz
de la nueva sociabilidad del ser primitivo. Asimismo, imbuido de ideas y
planificaciones que superaban el carácter inmediato que anteriormente
prevalecía en sus acciones, el ser primitivo descubrió la agricultura. El
establecimiento permanente en un lugar era un requisito esencial para la
dedicación al cultivo de la tierra. De modo que la posesión continua de estos
incipientes terrenos agrícolas fue determinante para el surgimiento del derecho
de propiedad.
El derecho de propiedad fue, a
los ojos de Rousseau, el hecho que más contribuyó al menoscabo del estado de
naturaleza. Con él surgieron a borbotones las desigualdades entre los seres
humanos, ya que el desarrollo de la agricultura no era igual para todos, sino
que dependía estrechamente de las virtudes de cada sujeto y de las
características de la tierra. La instauración de la desigualdad entre los seres
humanos dio pie a la aparición de los primeros tipos de subordinación. Si en el estado de naturaleza se carecía de
cualquier posesión, en este nuevo escenario la posesión de la propiedad era el
elemento que determinaba el sometimiento de quienes menos tenían a los que más
tenían. La armonía reinante en la era primitiva fue dinamitada por las nuevas
conductas que propugnaban la acumulación de la propiedad en manos de los ricos.
Asimismo, la desigualdad engendraba inestabilidad, ya que los individuos,
dentro del reciente espacio de interdependencia, no podían permanecer
indiferentes frente a las acciones del resto de sujetos.
La nueva realidad que aniquiló las bondades del estado de naturaleza se sustentaba en la potenciación en los individuos del deseo de causar mal a los semejantes: por un lado, los ricos necesitaban de los servicios que los pobres les ofrecían; por otro lado, los pobres necesitaban de los auxilios de los ricos. Ni los unos ni los otros eran independientes, ambos basaban sus ambiciones en la reducción del bienestar del grupo contrario.
La nueva realidad que aniquiló las bondades del estado de naturaleza se sustentaba en la potenciación en los individuos del deseo de causar mal a los semejantes: por un lado, los ricos necesitaban de los servicios que los pobres les ofrecían; por otro lado, los pobres necesitaban de los auxilios de los ricos. Ni los unos ni los otros eran independientes, ambos basaban sus ambiciones en la reducción del bienestar del grupo contrario.
En este continuo estado de lucha,
los ricos se arriesgaban a perder sus posesiones, mientras que los pobres sólo
podían perder sus cadenas. Los ricos, por lo tanto, tenían más que perder y por
ello impulsaron la creación de sociedades con las que prometían salvaguardar a
los pueblos con leyes que rubricaran la concordia. La multiplicación de
sociedades no fue sino una maniobra de los ricos con la que consolidaron su
poder y cuando los pobres se percataron de ello, decidieron construir gobiernos
donde se sintieran realmente respetados. Fue así como nacieron los cuerpos
políticos y como los individuos encomendaron a los magistrados la
representación de sus intereses.
Los individuos, haciendo uso de
sus libertades naturales, se dotaron de gobiernos para gestionar con mayor
eficacia los problemas dimanantes de la convivencia en sociedad. Estos cuerpos
políticos, que debían estar al servicio de los individuos, fueron degradándose
hasta que degeneraron en las monarquías absolutas que anegaban Europa en los
tiempos de Rousseau. La desigualdad hundió así sus raíces en unos sistemas
políticos que sólo podían sostenerse con la propagación de un relato que
legitimara la flagrante desigualdad sobre la que se asentaban los gobiernos de
los reyes europeos. Rousseau desarrolla al respecto unas reflexiones tan
sublimes como vigentes, de las cuales se desprende la siguiente idea: la
desigualdad política (que iba más allá de la económica originada por el inicuo
reparto de la propiedad) puede calar en la sociedad gracias a los vicios que
caracterizan al nuevo ser social. Como el nuevo ser social está obsesionado en
distinguirse frente a los otros, no le importa encontrarse sumido en un estado
de desigualdad mientras persistan por debajo de él personas que padecen mayores
injusticias. No le importa cargar con cadenas mientras pueda subyugar a los
individuos que se encuentran en una situación inferior a la suya. En lugar de
adoptar una actitud emancipadora y reivindicativa, se enclava en el conformismo
que le genera observar que puede someter a otras personas. Se trata de una
actitud que coadyuva a la perpetuación del statu
quo: al mirar hacia abajo, no repara en el yugo que sobre él colocan
quienes se encuentran por encima.
Este gradual deterioro del ser
primitivo culmina finalmente en el afianzamiento de unas sociedades corrompidas
por la preponderancia de los valores perversos y egoístas del nuevo ser social.
Las nuevas sociedades alojan a individuos artificiales, que más que disfrutar
de la vida, disfrutan del sufrimiento ajeno. Son sociedades donde el valor que
se otorga a la envoltura de las cosas es mayor que el atribuido al contenido de
las mismas. Donde existe el placer sin dicha, la reputación sin honor y el conocimiento
sin sabiduría. Son sociedades despóticas en las que acaba imponiéndose en el
poder el más fuerte. Con tan débil fundamento, los gobiernos se tornan efímeros
y los cuerpos políticos terminan por disolverse. Se vuelve así a un estado de
naturaleza, pero en esta ocasión corrupto, donde la bondad y la piedad no
tienen cabida.
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