Sin
ser yo un fervoroso fan de Tarantino, Once upon a time in Hollywood me
ha parecido la película más redonda que he visto en lo que llevamos de año. Es
una película que rezuma fascinación por el cine en cada plano y que está
atravesada por un tierno y a la vez irónico sentimiento de nostalgia hacia el
Hollywood de antaño. Tarantino retrata un Hollywood que huele a cine en cada
rincón: un Hollywood anegado de estrellas, de carteles de películas, de paredes
decoradas con imágenes de actores y actrices, de salas de cine y de letreros
luminosos anunciando las sesiones de cada día. En el centro de este escenario,
en los años sesenta, Tarantino sitúa dos historias paralelas que confluirán en
el desenlace de la película.
Por
un lado, Tarantino sigue los pasos de Sharon Tate (Margot Robbie), una joven
actriz de películas de acción que se mueve por la vida con una ingravidez
asombrosa, sin tener un rumbo fijo, disfrutando de cada instante con una
inocencia, una naturalidad y una alegría irresistiblemente contagiosas. Sharon
Tate es la pareja de Roman Polanski, quien, por el contrario, es caricaturizado
como un joven remilgado, ensimismado en sus incipientes éxitos, un tanto
alelado y profundamente insulso. Deliberadamente, sabiendo que somos
conocedores de su trágico final, Tarantino envuelve al personaje de Margot
Robbie de un aura especial, de un atractivo, tanto personal como sensual, descomunal,
que no consigue sino que el espectador sienta todavía más simpatía hacia el
personaje, lamentando en todo momento el terrible final que se le augura.
Sharon Tate apenas necesita articular palabras para resultar arrebatadora. Es
su mera presencia, la fuerza vital que desprenden sus movimientos y sus gestos,
lo que seduce al espectador. La mejor prueba de ello es la fantástica escena en
la que Sharon Tate, tímidamente hundida en una butaca de una sala de cine,
disfruta en silencio viendo una película suya al comprobar cómo los
espectadores vibran con las escenas en las que ella aparece.
Por
otro lado, Tarantino nos relata las vicisitudes de Rick Dalton (Leonardo di
Caprio), un actor que está de capa caída, y de su doble y fiel escudero, Cliff
Booth (Brad Pitt). Tarantino pone el
foco en dos personajes que contrastan completamente con el glamour y el
éxito que se asocian a Hollywood, pues ambos ocupan un lugar marginal dentro
del escenario artístico de Los Ángeles. Aunque Rick Dalton goza, evidentemente,
de un estatus social más alto que el de su doble Cliff Booth, su carrera cinematográfica
languidece de tal manera que uno no puede evitar situarles en una situación de
marginalidad equivalente, con el agravio añadido para Rick del sabor amargo que
supone tocar fondo después de haber conocido el éxito (siempre relativo en su
caso, ya que lo máximo que había alcanzado en su carrera había sido
protagonizar una serie de televisión de western). El desarrollo de los
personajes de Rick y Cliff es maravilloso. Mientras que Rick recurre durante
buena parte de la película al alcohol para conllevar su frustración, Cliff asimila
con total entereza su precaria posición dentro del mundo cinematográfico. No
tiene ningún problema en tener que estar siempre a disposición de su jefe y
amigo Rick, todo lo contrario: se muestra muy solícito en todo momento. Además,
no se amilana ante nadie, ni siquiera ante estrellas como Bruce Lee, a quien se
permite retar y vencer en un duelo hilarante. Su fama de tipo duro se ve acentuada
por una leyenda que circula por Hollywood, según la cual Cliff habría asesinado
a su mujer. Como si se hubiera contagiado de la firmeza de Cliff, Rick acaba saliendo
de su letargo, empujado en parte por cómo le afecta a su orgullo el que una
jovencísima actriz con la que tiene que trabajar le venga a repartir lecciones sobre
cómo actuar. Los diálogos y las escenas con la pequeña actriz son impagables.
Como
se ha mencionado ya, de fondo de estas dos historias paralelas encontramos el
Hollywood de los años sesenta. Un Hollywood que, a ojos de Tarantino, no ha
podido permanecer impermeable al movimiento hippy surgido en aquella época. Los
hippies están presentes en toda la película, forman parte de la fisonomía de Los
Ángeles de los años sesenta. Tarantino los retrata con un desprecio evidente como
progres ridículos que abrazan la revolución más como una forma de autocomplacencia
personal que por el verdadero objetivo de cambiar el mundo que habitan. La
larga escena en que Cliff se introduce en un rancho que antes había sido
utilizado como set de rodaje para westerns, pero que ahora ha sido
ocupado por decenas de despreocupados hippies es excelente. Tarantino logra
crear una sensación de suspense asfixiante, así como, en un homenaje más al
cine dentro de esta película, fabrica un mini western dentro de la
propia película, con Cliff solo, sin aparente escapatoria, enfrentándose a la
horda de hippies que se han asentado en el rancho.
La
película culmina con un final frenético en el que Tarantino, para imprimir
mayor velocidad a la narración, va señalando la hora y el minuto exacto en que
se produce cada acción dentro del día clave de 1969 en que todos sabemos que un
grupo de hippies acabó con la vida de Sharon Tate y sus amigos. Sin embargo,
para sorpresa de todos, Tarantino propone un final alternativo. Del mismo modo
que en Malditos Bastardos nos ofrecía un goce del que la historia nos había
privado: ver matar a Hitler; en Once upon a time in Hollywood nos brinda
la oportunidad de disfrutar viendo a Sharon Tate salvando su vida. Tarantino juega
con el espectador durante toda la película: despistándole, manipulándole,
haciéndole creer que esta película iba a tratar sobre el asesinato de Sharon
Tate. Sin embargo, contra todo pronóstico, se desvía del final esperado por
todos para reivindicar el poder del cine como generador de historias únicas y
fantásticas, con estallido de violencia tarantiniana mediante, por
supuesto. En una película que desprende en todo momento amor por la magia del
cine, por la capacidad única de las películas de crear historias e imaginarios
en los que los espectadores nos sumergimos para soñar y aliviar nuestras
frustraciones vitales (o para regodearnos en ellas), Tarantino decide hacer su
propia contribución construyendo una historia que nos tiene atrapados desde el
primer al último segundo y que nos transporta durante más de dos horas y media
a un mundo ficticio que nos habla de éxitos, fracasos, leyendas, villanos y
héroes inesperados.